Es casi una verdad de Perogrullo decir que no hay divorcio fácil. Pero el que está teniendo el Reino Unido con la Unión Europea (UE) está siendo tan complicado que bien puede terminar con los platos volando por las cabezas o con las partes viviendo juntas a pesar de que el amor se haya acabado.
Durante los dos últimos años, Theresa May, la primera ministra británica, ha venido negociando los términos de la separación, la que debe hacerse efectiva (bajo términos negociados o sin ellos) el 29 de marzo del 2019. La negociación ha sido dura, entre otras razones, porque a la UE no le conviene que el ‘brexit’ sea un éxito –menos aún en medio de la ola nacionalista que ha invadido Europa en los últimos años–. Un divorcio poco doloroso puede incentivar a otros países a seguir el mismo camino.
Con el acuerdo cerrado, lo que toca ahora es su ratificación en el Parlamento británico. Pero eso está más difícil que evitar una ruptura a punta de ramos de flores. De hecho, ante la inminencia de una derrota abrumadora, May postergó hasta enero el voto que debió darse la semana pasada.
El problema de fondo es que los términos negociados no satisfacen a nadie, ni a los que prefieren permanecer en la UE (a quienes probablemente nada satisfaría) ni a los que votaron por irse (que, ilusamente, creyeron que podrían hacerlo dictando los términos del divorcio). Uno de los puntos más controversiales es el que posterga la decisión de cómo quedará la frontera terrestre entre Irlanda del Norte (parte integral del Reino Unido) y la República de Irlanda. Si bien nadie quiere volver a los controles físicos que separaban a los irlandeses –y que recuerdan el dolorosísimo conflicto entre católicos y protestantes que desangró la isla hasta hace unos años– estos serían necesarios para que, como quieren los ‘brexiteers’, la política migratoria y comercial británica sea decidida en Londres y ya no más en Bruselas. Pero al no existir la obligación de llegar a un arreglo (y dado que el statu quo prevalece hasta que este se logre), existe la posibilidad de que el Reino Unido, en la práctica, se quede indefinidamente en la UE a pesar de ya no formar parte de ella. Más o menos como seguir viviendo en la casa de tu ex después de haberte divorciado. Horrible.
¿Cómo terminará esta historia? Nadie lo sabe. Los líderes europeos ya han dicho que no están dispuestos a cambiar una coma del acuerdo negociado. Ante ello, May parece estar apostando que ante la inminencia de una salida sin acuerdo (el peor de los escenarios), el Parlamento se verá forzado a ratificar el que negoció ella. Pero ante los crecientes cuestionamientos a su liderazgo (la semana pasada un tercio de los parlamentarios de su propio partido votó por su remoción como primera ministra) es poco probable que su estrategia tenga éxito.
Otra opción sería someter el acuerdo a un nuevo referéndum, pero ¿cómo interpretar un resultado negativo? ¿Que no se aprueban los términos de este o que ante el alto costo de la ruptura los británicos prefieren permanecer en la UE? Nadie lo sabe.
Lo que sí sabemos es que esto está más interesante que cualquier novela de misterio.