He leído la novela de Vasili Grossman, “Vida y destino”, que tiene 1.100 páginas y cuyos personajes son varios cientos. Es una novela de la que se ha hablado mucho porque Vasili Grossman, que estuvo en Stalingrado, fue severamente reprimido por el Gobierno Ruso, pues además de presentar un conjunto animado y aparentemente fidedigno de la guerra entre Rusia y las huestes de Hitler, presenta muchas escenas que dan cuenta de la ferocidad del gobierno de Stalin y las angustias que debían vivir sus víctimas, que eran atormentadas en las oficinas de la Lubianka, y muchas de las cuales se pasaban diez o más años en Siberia, sin que sus familiares recibieran una carta o supieran incluso de su paradero.
El libro es muy exacto en todo lo que concierne a la guerra, desde el avance inicial de las fuerzas de Hitler, dirigidas por el general Paulus, hasta la gran contraofensiva rusa que terminó derrotando a esos ejércitos y capturando a todos los generales y coroneles de los nazis, entre ellos, al propio general Paulus. Una novela de esa extensión permite a su autor presentar muchas escenas dramáticas, de audacias y conflictos múltiples, entre los soldados rusos y alemanes y, también, los asesinatos de judíos que perpetraban los nazis, sobre todo en las primeras épocas de la invasión, demás está decir que, ante la indiferencia o la participación activa de los campesinos rusos, muchos de los cuales también odiaban a los judíos. Millares de estos fueron sacrificados en la guerra y Vasili Grossman da matemática cuenta de ello, sin que la novela pierda brío y, por momentos, una energía violenta, de gran significación, sobre todo en los encuentros militares. Pero, a mi juicio, está de más haber trasladado, luego de la exitosa contraofensiva rusa, el relato a las escuadras alemanas, donde el artificio es más saltante. En cambio, la narración de los pobres campesinos rusos, que se veían invadidos de la noche a la mañana por unas fuerzas militares superiores contra las que apenas podían defenderse, tiene una verdad sencilla y directa que conmueve al lector. Además de la guerra, la brutalidad de Stalin aparece a cada paso, quizá en las angustias del pobre científico Viktor Pávlovich Shtrum, que un buen día es víctima de una calumnia que lo presenta como un antiestalinista encubierto, y al que todos sus colegas del laboratorio que dirige le quitan el saludo y la palabra, y corren rumores sobre su inminente perjuicio. Hasta que una mañana, sin saber cómo, recibe una llamada del propio Stalin, que simplemente se limita a preguntarle por su trabajo y desearle buena suerte. Desde entonces, milagrosamente, cambia el estatus de Shtrum: era un candidato a Siberia y ahora es un héroe al que todos sus colegas rinden pleitesía. Pero esta victoria es precaria, como era la de los millones de rusos en los tiempos de Stalin, donde los inocentes podían ir a Siberia a cumplir muchos años de confinamiento, y donde los pobres diablos recibían golpizas y palizas interminables, súbitamente, sin motivo alguno, simplemente para mantener ese estado de terror que era la fuerza política de Stalin.
Hay escenas muy pintorescas en la novela, desde las angustias que pasan los soldados rusos, por la escasa comida que reciben, o las municiones que constituyen su armamento, hasta los enamoramientos de los soldados con las chicas campesinas que conviven con ellos, como los animados diálogos que se entablan entre los soldados y sus superiores en los reductos en los que se esconden para huir de las bombas que les sueltan encima los aviadores alemanes.
Pero, sobre todo, lo que es inolvidable de esta novela son las muchas páginas que están referidas a la contraofensiva rusa que, además de ser exitosa, prácticamente paraliza a la aviación y a los tanques alemanes, con unos ejércitos que los rodean y golpean hasta rendirlos, y las mismas celebraciones de la victoria que encienden esos lugares campesinos que parecían a punto de desaparecer días atrás. En los dos años y pico en que transcurre la novela, esas páginas son las más elocuentes y conmovedoras, por la elementalidad de los soldados rusos, que resisten primero la mortandad y, luego, celebran las victorias con enorme felicidad, y con vasos de vodka, que siempre están presentes, aunque las balas y las municiones hagan falta.
Vasili Grossman se las arregla para contar cómo muchos soldados se enamoran y, aunque estén casados, sueñan con esas campesinas que tienen a la mano, y el drama de las familias de los soldados, que, en las ciudades, tienen que hacer verdaderos milagros para comer, con las mínimas raciones de alimentos que reciben. La novela casi nunca abandona ese sector de las gentes humildes, aunque hay algunos episodios que transcurren también entre los coroneles y generales, de tal modo que se puede decir que esta novela compite con las versiones históricas sobre la cuantiosa derrota que experimentan los ejércitos de Hitler en su invasión a Rusia.
En una novela militar, como es esta, abundan las muchachas y las ancianas, y la vida miserable que llevan mientras sus hijos, novios o esposos resisten los asaltos de las fuerzas alemanas con extraordinario coraje, aunque centenares de ellos perezcan en este esfuerzo. Lo mismo ocurre con las fuerzas alemanas que, luego de invadir Rusia, con uniformes impecables, subsistencias generosas, y muchos soldados, van siendo vencidos por las enormes multitudes que tienen enfrente, y las directivas de Berlín, es decir de Hitler, que los obligan a mantenerse en esa misma línea de fuego, que los llevará a la catástrofe final.
A la vez, ese país heroico vive en el miedo permanente, es decir, en el peligro de dar con sus huesos en Siberia, sin que nada ni nadie lo justifique, por denuncias anónimas que permitían librarse de los enemigos, enviándoles, en las múltiples redadas estalinistas, al gulag, del que no saldrían en muchos años, en tanto que cientos o miles de esas víctimas perdían la vida allí en Siberia, sin que sus familias se enteraran hasta mucho después de cuáles habían sido sus destinos.
Quizás uno de los episodios menos logrados es aquel en el que el general Paulus se rinde y se entrega a las fuerzas rusas. Todo ese relato, en el automóvil en el que el jefe de las fuerzas alemanas se traslada a Moscú, es frío y ajeno, pues no tiene nada de la energía y solvencia que muestran los episodios entre rusos, de cualquier índole, que, sin embargo, nos seducen por la excelente traducción de Marta Rebón, una de las mejores traducciones del ruso que he leído.
Dichas todas estas buenas cosas sobre la novela de Vasili Grossman, me parece que el género no da para tanto esfuerzo. Porque estos cientos de páginas dedicadas a esta historia hacen que el relato se diluya en fragmentos muy breves que no dejan seguir la renovación intelectual o sentimental de los personajes, que es uno de los grandes alardes de las novelas, porque no alcanzan las páginas para que ellos se apoderen de un momento importante de la historia. Los soldados y campesinos rusos desfilan muy rápidamente, y, eso sí, de manera encantatoria, pues todos tienen un brillo y un atractivo particulares, que deslumbran a los lectores, aunque sin dejar que se establezca con ellos una suerte de familiaridad y frecuencia. Por eso la novela está lejos de estar a la altura de un Tolstoi, el maestro insuperable de las batallas, pero esta comparación, que hago porque se ha repetido mucho respecto de esa historia, no debería buscar una contrapartida de este lujo. Se trata de una buena novela y de un hecho histórico excepcional. Ello es más que suficiente para cualquier libro que se escriba.
Madrid, enero del 2023
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