No sé si fue Juan Luis Cebrián, su primer director, o Jesús de Polanco, el principal accionista de “El País”, quien fijó una línea desde el inicio, pero lo claro es que quien lo hizo tenía una idea muy moderna de la prensa escrita, porque la aparición de “El País”, en plena transición, fue de lo mejor que tenía que ofrecer España en el nuevo régimen. Todo era novedoso, incluyendo la diagramación y el formato, pero lo más importante era la veracidad de la información, el hecho de que las cosas de las que se daba cuenta en los textos correspondían a una verdad que podían verificar los lectores mediante sus conflictos con la realidad siempre cambiante. Esa fue la gran revolución que introdujo “El País” en el mundo de las noticias, en una época en que los españoles (y latinoamericanos que vivían todavía en dictadura) estaban ávidos de prensa libre: una clara diferencia entre las cosas que defendía el diario, sus opiniones, y las cosas que el periódico informaba o anunciaba, comprobables simplemente prestando atención a lo que sucedía o iba a suceder. Después de tantos años de propaganda, los españoles no estaban acostumbrados a esa división entre la verdad de los hechos y la opinión. La revolución que supuso el diario tenía este carácter singular: los hechos reales, por un lado, y, por el otro, lo que el diario defendía o atacaba.
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