Hannah Arendt –filósofa y politóloga judía– fue una de las muchas corresponsales enviadas por la prensa internacional a Israel con el fin de presenciar el juicio a Adolf Eichmann en 1961, quien fuera acusado de crímenes contra la humanidad y de pertenecer a un grupo organizado con fines criminales durante la Segunda Guerra Mundial. La prensa tildaba a Eichmann de monstruo, malvado, retorcido y cruel. Sin embargo, Arendt percibió que el genocida había realizado actos terribles, pero sin culpa, cargo de conciencia o preocupación por las atrocidades que cometía. Incluso, no parecía albergar sentimientos antisemitas; sus actos se explicaban –según Arendt– porque Eichmann se imaginaba exclusivamente como parte de un sistema burocrático en el que recibía órdenes y en el que buscaba cumplirlas con celo para ascender. Arendt concluía que las personas son capaces de realizar actos de extrema crueldad en la medida en que los banalizan (los consideran insignificantes o irrelevantes). Es por ello posible que algunas personas cometan actos de extrema crueldad porque consideran al otro un animal, un ser indigno, un enemigo sin valor, etc.
No pude dejar de pensar en el concepto de la “banalidad del mal” luego de ver el documental nominado al Óscar el 2013, llamado “El acto de matar”, que da cuenta del genocidio de aproximadamente un millón de comunistas o presuntos comunistas en 1965 tras el golpe de Estado del general Suharto en Indonesia.
La trama se basa en un grupo de maleantes de poca monta que, entre otras actividades, se dedicaba a controlar el mercado negro de venta de entradas a un cine que proyectaba películas norteamericanas que ellos adoraban (de allí su odio a los comunistas). Suharto los convirtió en un escuadrón de la muerte, por lo que en un descampado cerca del cine comienza su sistemático acto de matar. Los protagonistas cuentan que inventan –inspirados en una película norteamericana– una forma de ahorcar con un alambre para que no salpique sangre con la finalidad de no mancharse la ropa blanca que les encantaba usar.
En un momento de introspección, el líder del escuadrón de la muerte comenta que no sabe a cuántos mató y que no tenía ningún cargo de conciencia porque eran comunistas y seguía órdenes de Suharto. Finalmente, si alguna vez se sentía triste, bailaba, consumía drogas y todo volvía a la normalidad luego de unos días de frenesí.
A diferencia del caso de los nazis en Alemania o del genocidio en Ruanda, lo acontecido en Indonesia quedó impune. Muchos de los participantes del documental son personajes ligados a partidos de extrema derecha o ejemplo a seguir para jóvenes que se inician en los caminos de las mafias.
Si bien Arendt acuñó el concepto de “banalidad del mal” para el caso de genocidios o violencia extrema, burocrática y sistemática hacia un grupo poblacional, pareciera que en el Perú tenemos nuestra “banalidad bamba ciudadana”: “yo no fui”, “que me revisen”, “yo no sabía”, “ay, qué pena, pero es orden de arriba”.