Hace exactamente veinticinco años, el ministro de Economía se dirigía a todos los peruanos –en cadena nacional– para anunciar lo que sería el más severo shock económico de nuestra historia. El gobierno del –entonces– ‘outsider’ Alberto Fujimori iniciaba así un paquete radical de reformas de ajuste –incoherente con sus promesas electorales– que implicó altos costos sociales para una población mayoritariamente pobre. La decisión fue arriesgada, al punto que dicho mensaje a la nación culminó con una frase surrealista: “Que Dios nos ayude”. Vale la pena preguntarnos ahora si efectivamente Dios nos ayudó.
El inventario de las cifras macroeconómicas arroja sin duda un balance positivo. El porcentaje de peruanos que viven bajo la línea de pobreza se redujo del 55% en 1990 al 22,7% en el 2014, la inflación mensual nunca más volvió a superar el dígito después de los noventa y el crecimiento económico ha sido una constante a pesar de baches de recesión (como el actual). Si a un peruano promedio le preguntaban en aquel entonces sobre el futuro del país, lo más probable es que no hubiese apostado por la tendencia positiva que surcó nuestra economía en el largo plazo. Un balance economicista diría que, efectivamente, Dios es peruano.
¿Pero hasta qué punto el alto nivel de informalidad e ilegalidad que hunde a nuestra sociedad en el hoyo de la inseguridad y la precariedad institucional constituyen la otra cara de la misma moneda del ajuste estructural? ¿Acaso ese retumbante “Que Dios nos ayude” no fue el inicio legitimador del “sálvese cómo pueda” y “salga a la calle a vender limones”? Aunque la informalidad laboral precede a las reformas de mercado, considero que el ‘fujishock’ no solo fortaleció su tendencia expansiva, sino que además la legitimó políticamente como estrategia de subsistencia para los de abajo y remedio indiferente para los de arriba. El “éxito” de las cifras económicas fue demasiado atractivo como para voltear la mirada al gran problema que se ha cultivado. No asoma ninguna reforma que revierta la tendencia de la informalidad en sus diferentes dimensiones (laboral, empresarial, tributaria, etc.).
La ética del informal ha calado en el Perú contemporáneo. No se trata de un mero “desborde” u “otro sendero”. Estas visiones tradicionales enfatizan la brecha entre la regularidad de las prácticas y la legalidad de las normas y descuidan el enraizamiento de patrones de comportamiento anómicos que penetran la política con impunidad y hasta celebración. Al ser permisivos con la informalidad, la puerta de la ilegalidad queda abierta. La ola de criminalidad se explica en gran parte por este crecimiento sin instituciones, por esta clase media enclenque de informales y de ilegales que reinan tanto en valles cocaleros y socavones mineros como entre los mayoristas sin RUC y las antiguas barriadas sin protección. La “mano invisible” del mercado terminó por invisibilizar al Estado ineficiente, socavando así cualquier salvaguarda contra sicarios de a pie, raqueteros en Mercedes y secuestradores express.
A veces medidas económicas exitosas (y aisladas) son deficitarias en otras esferas. Sus consecuencias negativas no se registran necesariamente en la memoria de los macroeconomistas, sino en la vida cotidiana del país que usted critica con frecuencia.