“Traduttore, traditore” (traductor, traidor), dicen los italianos para señalar que la esencia de un idioma no se puede traducir. Quizás eso explica muchos desentendimientos entre los peruanos que hablamos español y aquellos de corazón y lengua quechua. Lo comprendí, casi como una revelación, en tres experiencias que tuve la semana pasada de Fiestas Patrias.
En la feria artesanal Ruraq Maki, gran iniciativa del Ministerio de Cultura, me conmovió cuando la maestra Irma Poma, de Cochas Grande, explicó que en sus mates burilados reflejaba al árbol que le sonreía y a la montaña que la abrazaba, usando un buril que cuando se cansaba pedía ser afilado. Recordé entonces que cuando titulamos “Kusikuy” a nuestro libro sobre la felicidad encontramos que en quechua, además de las personas, podían ser felices también los animales, las plantas y las cosas (“Kusikuy”, 2019. Arellano, EY, USIL, Perú2021).
Luego, la finura de ese lenguaje se hizo más evidente cuando mi hijo Arturo me contó que el encargado de su edificio, don Florencio Humayta, al verlo con su bebe le dijo: “¿Es papito o mamita?”. Era la forma delicadísima de una persona andina bilingüe de expresar cariño por “la guagüita”.
Si alguien pensase que la forma de expresión de don Florencio fuera servilismo, vería su equivocación escuchando la anécdota que me contó, también esa misma semana, mi amigo Carlos Diez-Canseco. En un conversatorio de profesionales quechuahablantes que organizó en el Instituto de Ingenieros de Minas, vio la diferencia de trato cuando se expresaban en quechua y en castellano. Frente al “buenos días, colegas” que usarían en español, en quechua se decían “mi corazón se alegra de verlos, hermanitos”, y en lugar de “el terreno de la mina” hablaban de la mamapacha, la madre tierra. Tremenda diferencia que responde a algo mucho más profundo que el estatus.
Se me hizo evidente entonces que el quechua tiene una sensibilidad y una belleza de expresión muy distinta a la del castellano. Que tiene una dulzura, “lleva naranjitas, mamay”, que no debemos interpretar como servilismo ni como falta de fuerza. Que su sensibilidad sobre la naturaleza puede exigirle acciones que quizás desde nuestra cultura consideremos absurdas, como pedirle permiso a la montaña para hacer una mina. Y que, inversamente, quizás piensen que la manera tan directa de quienes les hablan en castellano, sin la dulzura de su lengua, es una agresión o una falta de respeto.
En fin, si el idioma es la expresión del corazón de los pueblos, antes de traducir los idiomas debemos entender el corazón de nuestros compatriotas. Solo así superaremos las diferencias de comprensión que hoy nos separan y podremos trabajar unidos. Que tengan una semana muy alegre, mamitas y papitos lectores.