Parece una maldición: todos los libros que he leído en mi vida se han desvanecido como el vaho.
Esa es una de las razones por las que nunca podría ser un profesor de literatura, o al menos uno convencional: no importa qué tan indeleble sea un libro, a los pocos días empieza el proceso irreversible y voy olvidando los nombres de los personajes, sus diálogos, inclusive los títulos. ¿Retener poesía? Nunca he podido. ¿Recitarla? En otra vida.
Y sin embargo, sé que con esos libros esfumados he aprendido.
Con mis maestros que no son de papel ha ocurrido lo mismo. Es verdad que recuerdo algunas de sus frases, pero lo que más se me ha impregnado de ellos son sus actos, la atmósfera que sabían crear, sus gestos al enfrentar los retos de la vida.
Se me trepan estas reflexiones después de ver por casualidad un video en Internet. Transcurre en el salón de una escuela y la cámara furtiva de un estudiante de secundaria capta lo que ocurre cuando una llamada irrumpe en la clase. El profesor es un pelirrojo corpulento de poco más de 35 años. Viste un blazer negro y tiene una hoja de papel en la mano. Su rostro transmite bondad y apertura. La regla que ha decretado en clase avala esta percepción: las llamadas a los alumnos están permitidas, siempre y cuando se atiendan en altavoz para que la clase entera las escuche.
El video empieza con el teléfono de una chica timbrando y con el profesor pelirrojo accediendo. La voz que ingresa al aula es masculina y tiene el tono de un oficinista preocupado. El hombre se identifica como un encargado del centro de atención de embarazos y le dice a la alumna que su examen ha resultado positivo. La muchacha asiente. La voz continúa ofreciendo el apoyo del Estado: “Sabemos que el padre está ausente, pero nosotros estaremos contigo en todo el proceso”.
A esas alturas el profesor pelirrojo se ríe de los nervios. Se está tapando la boca con la hoja de papel, aunque quizá quiera esconderse detrás de él. Una vez que la llamada incómoda ha terminado, el profesor balbucea, azorado:
–Lo siento..., te pido disculpas...
–Está bien –responde ella, con la cabeza baja–. Ya lo he asimilado.
El profesor la escucha atentamente, con la hoja en el mentón. La clase está muda.
–Hasta sé qué nombre le pondré a la bebé... –prosigue la chica–. Su primer nombre será April. Y su segundo nombre será Fools...
La clase estalla en carcajadas y el profesor se queda paralizado medio segundo antes de estallar. April Fools es el equivalente a nuestro Día de los Inocentes.
El profesor se tapa la cara con el papel y la expresión que antes era jovial, pero nerviosa, ahora es de alivio, de alegría, de admiración.
–Puntos extra para todos –señala, regocijado, colorado de la risa–. ¡Eso fue impresionante...!
La clase continúa la carcajada y el profesor también se pierde en ella.
Y pienso que con un profesor así, tolerante y promotor del ingenio de sus alumnos, esos chicos quizá no recuerden las palabras exactas de la lección, pero sí la atmósfera optimista que todo grupo humano debería tener para aprender.
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