Elegir no siempre es un ejercicio democrático en el que uno ejerce su libertad. A determinadas horas, por ejemplo, los que no tienen la suerte de contar con televisión por cable pueden escoger entre los programas que hay en los siete canales de señal abierta que ofrecen lo mismo: contenidos de pobrísima calidad que hacen de la elección una farsa. Tampoco nos sentimos muy libres cuando tenemos que escoger en las segundas vueltas electorales entre dos candidatos a la presidencia que no llenan nuestras expectativas. La sensación de que uno está preso de las posibilidades (“es lo que hay” dirían los españoles) transforma la elección en una imposición. En países con grandes desigualdades como el nuestro, hay elecciones, como acudir al centro de salud de tu preferencia, u otorgarle a tu hijo una educación de calidad, que está reservada para algunos y en lugar de ser un rasgo de libertad, son factores de la más profunda injusticia e inequidad.
No todo el que elige es libre. No toda elección es democrática. Partiendo de este principio sería interesante analizar el derecho al voto preferencial del que gozamos los peruanos desde el año 1979: el voto preferencial se concibió como una manera de otorgarle a los ciudadanos el poder de elegir al candidato de su preferencia y no al que decidieran las cúpulas partidarias. Así, si en la lista al Congreso del partido X, mi candidato preferido estaba en el puesto 128 en lugar de en el puesto 1, gracias a este ejercicio podía imponer mi voluntad sobre las argollas partidarias. ¿Suena bien, no? Sí, y en su momento parecía una buena idea. Sin embargo, ya han pasado más de treinta años desde que hacemos uso de este derecho y los resultados son nefastos: cada vez entran personas menos valiosas al Congreso. Cada año las denuncias de corrupción se multiplican.
¿Qué ha pasado? ¿Usamos el voto preferencial para llevar delincuentes al Congreso? Sí y no. Lo que ocurre actualmente cuando hacemos uso de nuestro voto preferencial es similar a lo que pasa en horas punta en la oferta de TV de señal abierta: las posibilidades de elección se reducen a escasas opciones de calidad versus una avalancha de opciones mediocres. Desde que los partidos políticos dejaron de confeccionar sus listas con criterios mínimamente partidarios (aunque fueran argolleros) y los reemplazaron por criterios netamente mercantilistas (ofrecerle los mejores puestos a los que aportan más dinero) el Congreso se llenó de personajes sin ningún compromiso con la vida política ni con los intereses comunes, dispuestos a cobrarse la inversión hecha en campaña para comprar su curul.
Como resultado de esto, ya vamos más de treinta años jugando a elegir de un menú cada vez más caro, donde las porciones son más mezquinas. Sin embargo, en el Congreso un tema fundamental como este ni siquiera se somete a discusión en el pleno. Pero las cosas siempre pueden cambiar: sería un rasgo de madurez y de reivindicación con la población que los hijos de este sistema perverso se atrevan a eliminar el voto preferencial y a fortalecer las elecciones internas de los partidos políticos. Sería un milagro, en realidad, que solo lo sometieran a discusión. Veremos si se atreven.