Hubo un país donde unas pocas familias eran dueñas de la tierra cultivable y en el que sus posesiones llegaron a ser grandes como países: una hacienda, llamada Casa Grande, llegó a tener diez veces el tamaño de Liechtenstein. Ya era curioso que pocos tuvieran tanto, pero lo más inquietante estaba en lo que ocurría dentro de esas comarcas. En esos países dentro de ese país, los campesinos trabajaban gratis para los dueños: recibían una parcela en préstamo para cultivar sus propios alimentos y podían trabajarla algunos días al mes, los días restantes tenían que trabajar las tierras del patrón. En adición a la parcelita, el propietario les otorgaba una ilusión de protección y el acceso a algunos servicios básicos, cual pequeño Luis XIV personificando al Estado. Muchísimos casos hubo donde el hacendado tenía su propia moneda y su tienda para venderle artículos a sus siervos, quitándole toda escapatoria a sus recursos. A quien crea que exagero, solo le diré que el padre de mi madre –niña fuera del matrimonio, pero ese es otro cuento– practicaba este método en sus haciendas selváticas a principios del siglo XX.
En ese mismo país, por supuesto, la gente del campo no podía ejercer su derecho al voto: la ciudadanía era cosa de varones con dinero. Ya que ser campesino era lo mismo que ser iletrado, la solución estaba en prohibir el voto de los analfabetos.
En dicho país tampoco podían votar las mujeres y si un día tardío llegaron a hacerlo, fue por el cálculo de un dictador que veía en la popularidad de su esposa un imán para el voto de las señoras. En ese país, como es previsible, no se veía necesario que las mujeres cursaran estudios superiores porque para eso estaban los hombres: a la mayoría de ellas se les enseñaba que el matrimonio era el pináculo de sus vidas. Tan ligado estaba el matrimonio a las esperanzas femeninas que en ese país, hasta hace solo veinte años, una ley decía que un violador podía evadir la cárcel si se casaba con su víctima: un “sí acepto” que borraba los horrores del “no sigas”. En ese país, obviamente, la calle era el reflejo de la casa. Pensar que una mujer entrara a un restaurante con un varón y que ella fuera a pagar la cuenta era ridículo, impensable, y que el Estado multara al establecimiento por entregarle a las mujeres una carta sin precios habría sido considerado una broma de otra galaxia.
Es de anotar que en ese país los políticos hacían sus componendas en restaurantes finos. Eso no es tan extraño, porque en todo país se montan acuerdos desvergonzados. Lo chocante de ese país era que allí lo hacían sabiéndose especialmente impunes y protegidos, alentados por el hecho de que ninguna autoridad, gobernante o candidato a serlo había pisado cárcel por causa de la corrupción: se reían cruelmente de sus votantes, hasta que un año milagroso los principales cabecillas fueron cayendo ante el estupor en las calles.
Ese país brutal existió plenamente, pero se resiste a morir en muchos corazones del Perú.
Lo añoran, y pelearán por él hasta el fin de sus días, los que tenían la sartén por el mango y la pluma de la historia en la mano.