El jueves 3, el Pleno del Congreso votó por unanimidad a favor de que los afiliados a las AFP tengan la libertad de retirar, llegados a los 65 años, el 95,5% de su fondo de pensión acumulado. Para mí, es lo mejor que ha hecho este Congreso en los últimos cuatro años, pues no hay mejor incentivo que la competencia verdadera para que un negocio –como lo es el multimillonario de las AFP– demuestre en los hechos si tiene o no legitimidad de existir en el mercado. Y quienes se oponen a esta medida parten de una premisa que revela precisamente lo contrario.
El gran argumento para mantener a los afiliados cautivos hasta los 105 años recibiendo el servicio de una pensión privada es que si se da la libertad de elegir al cliente que su fondo sea administrado por la AFP después de los 65 años o que pueda hacerse con casi la totalidad de lo que acumuló durante su vida productiva, el cliente elegirá llevarse el íntegro de su plata, disponiéndola a su guisa (despilfarrándola o mal administrándola).
En otras palabras, la principal objeción contra la ley aprobada en el Congreso es que el cliente no será fiel con la empresa privada que le brinda el servicio o, lo que es peor, que la empresa privada no ha sabido ganarse la fidelidad del cliente durante los 40 años (digamos que la vida laboral empiece a los 25) que duró la relación de negocios proveyéndole un servicio determinado.
Es decir, si una empresa privada –o una actividad económica privada– no ha mantenido la fidelidad de un cliente tras haber tenido cuatro décadas para ganársela, ¿por qué debería seguir en el mercado? Así, cuando las AFP y sus voceros afirman que dejar en libertad al cliente para que retire su fondo pone en peligro de quiebra a su negocio, lo que hacen es afirmar también que su ‘negocio’ es un fracaso porque sus clientes lo abandonarán en masa.
Quienes necesitan de una “ley de fidelidad” para que sus negocios sobrevivan obviamente no creen en el libre mercado. Esta, por supuesto, es una opción legítima de ver la vida. Hay personas que piensan sinceramente que existen actividades económicas que deben ser consideradas estratégicas y, en tal razón, ser excluidas de las reglas del mercado que rigen los negocios de cualquier ciudadano de a pie.
Algunos afirman que el petróleo –y su exploración y explotación– es una actividad estratégica; otros, que lo es el transporte aéreo o marítimo; no pocos sueñan con declarar estratégica también la educación superior; y hoy sabemos que para los dueños de las AFP (y sus voceros y empleados), su negocio de planificar el futuro de la economía doméstica del prójimo hasta que se muera también debería ser considerado una actividad estratégica del Estado. Sino no se explica por qué se invoca una “protección especial” para que este negocio privado pueda funcionar y seguir existiendo en el mercado.
Creo que los amigos Verónika Mendoza y Marco Arana, del Frente Amplio de Izquierda, deberían hacerle llegar sus padrones de afiliación partidaria al presidente de la Asociación de AFP del Perú, señor Luis Valdivieso. ¡Sería un estupendo jale!
Y a mí déjenme todavía creer en la utopía capitalista y liberal de que los negocios que no pueden mantener la fidelidad de sus clientes deben desaparecer del mercado, y que este (es decir, todos y cada uno de nosotros) es el único que sabe cómo asignar los recursos a sus usos más valiosos.