¿Recuerdan los años 80, en que el fantasma de la burundanga (cuyo nombre científico es escopolamina) nos tenía al vilo cuando nos acercábamos a un taxi, pues ese producto anula la voluntad del agraviado a tal punto que se le puede violar, robar, pedir claves de tarjetas bancarias o firmar cualquier documento, sin la mínima posibilidad de oponerse? Algunos la llamaban la “hierba loca”. No sé si ha pasado de moda o ha sido controlado su uso o, peor aún, los delincuentes sienten que ya no necesitan controlar a su víctima convirtiéndola en una marioneta sin voluntad, sino haciendo uso del poder delincuencial a punta de lisuras, armas y violencia física. Es probable que ello sea así, pues los mismos abusadores son consumidores de diversas drogas que los envalentonan.
Los medios de comunicación nos muestran permanentemente casos de mujeres –y a veces hombres– que denuncian haber sido violados, robados, secuestrados e incluso –ya de modo macabro–, víctimas de la extracción de órganos que circulan en el mercado negro. Es muy posible que los casos denunciados sean la punta del iceberg de la violencia que se vive en el ámbito de los taxis informales.
Prefiero enfrentarme a un ratón, rata o arañas gigantescas que subir a un taxi porque, a pesar de la publicidad y los nombres que tienen las compañías que los regentan, no los siento seguros. Confieso que perdí a un enamorado porque la cara del taxista no me daba confianza (como si eso fuera eficaz) y no me atrevía a subir con él. Pues el resultado fue una discusión sobre la confianza que no me daba el enamorado. Los taxis fueron responsables de uno más de los rompimientos amorosos juveniles.
Cuando llegué a visitar a un amigo a México D.F., altoparlantes informaban a los pasajeros recién llegados que los taxis que parecían formales no lo eran y que había que llamar a compañías autorizadas. Pues bien, uno veía carros Volkswagen pintados de verde y blanco, con la tarjeta de identidad y los documentos del taxista, pero esos eran los taxis piratas. Prefería caminar kilómetros donde no había “taxis formales” que subir a carros que no podía distinguir como confiables.
Ha habido en América Latina –como en Bogotá– que desarrollar alternativas para crear una red de taxis seguros. Pero la pregunta del millón es cómo sentirse seguros en ciudades que no lo son y donde más bien la desconfianza organiza nuestras relaciones sociales.
Varias compañías han visto en el caos e inseguridad de nuestras ciudades una posibilidad de desarrollar nuevas empresas 2.0. Es decir, uno puede llamar al taxi por su teléfono inteligente, que lo recogerá, mostrará el camino del auto vía GPS e incluso el pago puede realizarse por tarjeta de crédito. Para algunos menos miedosos que yo, parece una alternativa segura, aunque por allí aparecen noticias de violaciones en los “taxis seguros”.
Para los limeños, en general, estos taxis 2.0 parecen responder a una demanda de seguridad, rapidez y confianza.
Sin embargo, en países europeos donde existen fuertes sindicatos de taxistas, las aplicaciones 2.0 de los teléfonos son consideradas competencia desleal. Holanda ya dictaminó la prohibición de su uso bajo multas exorbitantes. Como limeña, no sé si me subiría a un taxi europeo. No conozco las formas de violencia masculina contra las mujeres.