El político cree que los demás son de su misma condición. Así como hay una especie de mercado de pases futbolero que procesa los jales de políticos profesionales a determinados proyectos electorales, también hay un alineamiento de analistas políticos dispuestos a engreír (y golpear) candidaturas presidenciales específicas. La cacería de opinólogos también se ha convertido en parte del ritual de campaña. El crecimiento y la visibilidad de la opinión en la prensa peruana es un fenómeno digno de auto-análisis, especialmente cuando arrecia el verano electoral y el (e)lector naufraga en las olas y contraolas de las corrientes de opinión.
Usted, estimado lector de las páginas de opinión, identifica opinantes para todos los gustos. Están los políticos-analistas que ponen su experiencia partidaria al servicio de sus argumentos que, claramente, trasluce sus inclinaciones ideológicas. También tenemos al opinólogo consultor, originado normalmente en el periodismo pero con una cartera de relacionista público al servicio de las más audaces inversiones extranjeras. La clasificación continúa con quienes sustentan sus argumentos basados en la reflexión académica. Quizás sean los politólogos los más figurettis y, a la vez, los más antipáticos entre los integrantes del gremio opinológico.
Lo que usted debe alertar, estimado lector, es que cada uno de estos tipos tiene su sesgo particular. El partidarizado es el más evidente, pues conducirá el agua de las ideas para sus molinos políticos. El mercader de la opinión, por su parte, porta el sesgo del dinero y facilita sus opiniones a los intereses mercantiles de sus clientes. El académico tampoco se salva porque las universidades se han politizado (ya sea como brazos políticos de candidaturas o como resultado de pugnas con poderes fácticos como la Iglesia Católica). Estos opinantes no le hablan al (e)lector que busca información, sino a sus públicos objetivos: al militante partidario que busca una defensa articulada de su causa, al empresario que quiere influir en el sistema de toma de decisiones ante un Estado debilitado, al universitario adolescente que está aprendiendo a reconocer su microcosmos político, respectivamente.
El problema radica en que la mayoría de los tipos ideales de opinólogos descritos tratan de hacer pasar su opinión por “objetiva” o, sencillamente, no explicitan las influencias y tamizan sus opiniones. ¿Sabe usted a qué partido, empresa o universidad le responde su analista favorito? La ausencia de transparencia permite la especulación y facilita la acusación (y calumnia) gratuita. Pero sobre todo engaña al lector. Prefiero leer mil veces al columnista que sé a qué tribuna le dedica sus textos –porque explicita su carga ideológica– que a quien tira la columna y esconde el recibo por honorarios.
Las líneas editoriales de los diarios seleccionan su oferta de opinión bajo sus propios criterios (sesgados) y quienes decidimos participar en ellos asumimos –a veces a regañadientes– la curaduría, incluso a pesar que se declara “pluralidad”. Hasta el más “independiente” de los columnistas sabe que no es lo mismo escribir desde un diario que desde la competencia. Pero lo que sí atenta contra la ética profesional es prestarse al servicio de intereses económicos y políticos (que se agudizan en campaña electoral) y vestirse de cordero. Hoy más que nunca –cuando la opinión vende– se amerita una política editorial que evite el engaño masivo a los lectores.