Salgo de ver el preestreno de “Oppenheimer” pero no puedo aún escribir sobre ella. Las críticas vienen embargadas hasta un día antes de su estreno este jueves. Sí puedo decir que es una película portentosa, que traza buena parte de la vida del denominado “padre de la bomba atómica”, J. Robert Oppenheimer. El físico neoyorquino que empezó estudiando la termodinámica y terminó provocando –directa o indirectamente, he ahí el dilema– la atroz desaparición de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
La excelente cinta de Christopher Nolan es también, en gran parte, el relato de cómo una mente genial puede ubicarse muy cerca de la maldad más pura. El intelecto supremo subyugado a lo tanático, la brillantez devorada como por un agujero negro de la peor perversidad. Todo lo cual me hace recordar un libro que es todavía mejor que la película: lo escribe Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) y se llama “Un verdor terrible”. Se trata de un texto difícil de clasificar, a medio camino entre el cuento y el ensayo, en el que su autor pone a desfilar a una serie de científicos fascinantes por su proximidad al delirio.
Allí aparece, por ejemplo, el químico alemán Fritz Haber, que casi sin quererlo inventó un pesticida a base de cianuro con el que los nazis mataron a miles de judíos. También un matemático apátrida, Alexander Grothendieck, quien inmerso en cálculos complejos y extraordinarios terminó sucumbiendo al vacío existencial y a la locura más abismal imaginable. O Werner Heisenberg, Nobel de Física, cuyo principio de incertidumbre parte desde los terrenos de la cuántica y se extrapola hacia dimensiones filosóficas cargadas de angustia, que versan sobre la indeterminación de nuestra propia realidad.
“El avance ciego de la ciencia es la más peligrosa de todas las artes humanas”, escribe Labatut en “Un verdor terrible”, que se complementa muy bien con otro libro suyo, más breve pero igual de desconcertante: “La piedra de la locura”. Ambos se leen con el horror de estar presenciando la fragilidad de la psiquis y de nuestra especie; la interdependencia entre la endeble cordura de un individuo y las consecuencias que alguno de sus actos podría acarrear hacia toda la humanidad. Un chispazo de ingenio que pueda transformarse en un artefacto nuclear, un arma química o algún otro invento de repercusiones catastróficas.
“Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”, dijo en su momento Oppenheimer, y su trauma y ansiedad se materializan décadas después en el rostro de Cillian Murphy –brillante actuación–, con la expresión desencajada por la culpa y la paranoia, con el ruido permanente de un estallido metido en la cabeza y con la mirada nublada por visiones de miles de cadáveres regados por la onda expansiva de su talento e inteligencia.