Lo veo por la televisión, a poco tiempo de haber sucedido: un candidato a la presidencia de Ecuador recibe varios disparos en la cabeza tras participar en un acto de campaña. Sin ningún blindaje, el vehículo en que se retiraba se convirtió en una trampa para la víctima de un sicario y de un Estado que no supo protegerlo. Su desamparo es parte de la consternación.
Sin pensarlo mucho, le escribo a un amigo, escritor y periodista, que vive en Quito. Le comparto mi espanto, le dejo un testimonio de preocupación seguido por un abrazo. “Es una locura, de no creer. Yo estaba cerca de ese sitio. Es una zona concurrida, a una hora bestial. Estoy en ‘shock’. Que no venza esta violencia”, responde pronto. Las personas no pueden vivir sin esperanza, pero tampoco sin estabilidad.
Y luego, como un acto reflejo, atento a su cercanía con la escena del crimen, pienso que no estaría mal pedirle una declaración para el Diario. Es la deformación profesional, la programación básica del periodista: recoger la voz que nos permite esclarecer e informar. Pero lo pienso dos veces. No envío el pedido quizá por pudor, o por respeto a su desconcierto, o porque, en el fondo, no quiero contar con su testimonio literario.
Me sucede cada vez que tengo que escribir: la cabeza empieza a ordenar experiencias en secuencia, deduce la importancia y el peso de cada una y luego las integra en una red de correlaciones. Para hacer frente a cualquier acontecimiento, un periodista maneja este mecanismo cerebral para contar cualquier historia. Pero hay momentos en que, frente a casos tan concretos, nos cuesta hilar frases. Tanta intimidad, tanto horror, tanta subjetividad. Lo ocurrido es una incógnita imposible de develar por simples observadores. Y lo cierto es que, más que intentar entender ese hecho, nuestro interés tiene más que ver con una sospecha egoísta: la de que aquel atentado es apenas un síntoma de algo que nos puede ocurrir a nosotros, al país del frente. Nos preocupa el otro porque su caso se refleja en el mío. A veces, pensar la noticia es un pretexto para buscar en nuestro propio yo.
Y me reprocho en silencio la impertinencia de pedirle al amigo una historia por el simple hecho de haber estado cerca del ruido. En ese momento, nuestro propósito periodístico es esclarecer; la del escritor, recoger emociones, posiblemente llegará después. Por eso elimino ese mensaje y escribo una despedida que sugiera sincero consuelo. Y, sin embargo, me quedo pensando en si se me escapa la existencia de una tercera posibilidad de interpretación.