Aunque se trata de una ley mejorable, quizá el rechazo a la ley de promoción del empleo juvenil se deba sobre todo a un problema de formas. Problema derivado de que los mayores no hemos entendido al fenómeno de la juventud, estructura social que existe desde hace muy poco en el mundo y mas aún en el Perú.
¿La juventud algo nuevo? Sí, pues si todos los adultos de la historia tuvieron alguna vez 18 o 20 años, antes pasaban directamente de la infancia a la adultez. Años atrás nuestras abuelas se casaban a los 16 años, pasando de niñas directamente a madres, y hasta los años 60 las fotos de adolescentes los muestran con ropa de adultos (trajes de dama ellas, terno y corbata ellos –hasta los Beatles en su primera etapa los usaron–), algo que hoy pocos jóvenes lucirían. Y por cierto, en nuestra legislación no existe el “joven”, pues a los 18 años se deja de ser niño e inimputable, para tener todas las responsabilidades del adulto.
¿Qué es entonces la juventud? Es una especie de período de “moratoria”, de vacaciones, que empieza cuando el individuo tiene libertad (ya no depende o depende menos) de sus padres y no tiene aún obligaciones de familia. Ella comenzó en los países a los que la bonanza económica de la posguerra permitió hacer estudiar más tiempo a los hijos, y creció con la aparición de los anticonceptivos, que prolongan el período sin responsabilidades familiares.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la ley de promoción del empleo juvenil? Mucho, pues aunque la mayoría de nuestros jóvenes de edad no esté en esa “moratoria”, pues debe ayudar a su familia o pagarse los estudios, el crecimiento del país ha incrementado mucho el grupo de aquellos sin obligaciones actuales y muchos sueños para mañana.
¿Y por qué este grupo “juvenil” se opondría a esta ley? Quizá por tres grandes razones de forma, además de otras de fondo. La primera, porque, aunque les da el trabajo que hoy no tienen, temen que les recorte derechos en algo más importante, el empleo soñado del futuro. La segunda, porque la esencia de la juventud es la rebeldía ante lo que los adultos dicen o hacen. La tercera, porque además rechazan todo aquello que pudiera ligarlos a la niñez.
Si los mayores nos pusiéramos en la piel de un joven de hoy (cosa difícil porque, como vimos arriba, nuestra juventud fue distinta), veríamos que nos oponemos, primero, porque los autores de la ley no se molestaron en explicárnosla, asegurándonos que ella no amenaza nuestros derechos futuros. Veríamos luego que utilizaron el lenguaje de imposición y de hecho consumado de nuestros padres, ante el cual nos rebelamos siempre. No usaron, por ejemplo, líderes jóvenes para darnos lo que hubiera podido ser una buena noticia. En tercer lugar, porque el sobrenombre de ‘pulpín’ (un jugo infantil), que prensa y políticos utilizan, remarca simbólicamente que es una ley para los niños que no queremos ser, y enfatiza que no nos tratan como los adultos que, paradójicamente en este estado de gracia intermedio en que vivimos, exigimos ser considerados.
Y aunque la ley les trae más beneficios que problemas, tienen razón de protestar por la forma en que ella se dio. Ojalá podamos cambiar eso.