En marzo del 2015, Juan José Garrido escribió un editorial en el que alertaba sobre un golpe militar que preparaba Ollanta Humala. El editorial del director de “Perú21” pedía al entonces presidente el esclarecimiento del rumor. En aquel entonces, influyentes líderes de opinión y académicos se mofaron: “¿Por qué darle tanta importancia a un recurrente mito urbano?”, sostuvieron en medio de los memes respectivos. Paradójicamente, quienes menospreciaron antaño aquel rumor convocan hoy a las masas en base a otro chisme: la inevitabilidad del indulto a Alberto Fujimori (incluyendo trascendidos de renuncias ministeriales). La presión ha sido tal que el propio presidente Kuczynski salió a desmentirlo.
La política peruana no está ajena a rumores. Si uno se fiara de ellos encontraría al Hezbolá en Surquillo o iraníes en Puno. El rumor se expande y cobra vida propia cuando apunta a un temor histórico, como el miedo de la derecha peruana a un “milico velasquista” o el pavor del antifujimorismo a la libertad de Fujimori. Su divulgación se imbrica con la posverdad que abraza cada bando. La combinación de rumor y miedo es tan poderosa que, aunque sin sustento real, gatilla decisiones trascendentales, periodicazos y marchas. Más importante aun, puede conducirnos a la profecía autocumplida, como sería el “indulto a Fujimori”.
Voces influyentes en el campo antifujimorista articularon la narrativa del “chantaje naranja” y la “debilidad presidencial”, invocando al presidente a una lucha para la que no está preparado. Arrinconado innecesariamente, Kuczynski se enreda en sus propias palabras: “No es indulto, sino perdón médico”. Así, un tema prescindible para la gobernabilidad termina robándose la agenda. Aunque el presidente puede gobernar cinco años sin caer en el dilema del indulto –insisto–, el antifujimorismo persiste en desconocer esta idea fuerza, traicionando sus intereses.
Dicho influyente sector se guía por venganza política –diferenciándose de a quienes los motiva el dolor del familiar desaparecido o la convicción de la causa cívica– e intenta reescribir la historia acallando sus fallas de clase. Por su recalcitrancia los reconocerá. Quien hoy muestra sensibilidad por las mujeres esterilizadas contra su voluntad quizás nunca le dio la mano a un quechuahablante. Quien hoy acusa memoria histórica de los asesinatos de Barrios Altos no llega a Jr. Áncash ni con GPS y no sabe qué es organizar una pollada para sobrevivir. Quien condena los abusos de militares montesinistas en los Andes pertenece a la argolla de escritores criollos. En su rechazo al fujimorismo, deslizan su desprecio racial y clasista, entreverando una falaz superioridad moral.
Esta lucha simbólica por reescribir la historia no desacredita la irrefutable responsabilidad de Fujimori sobre los crímenes y delitos juzgados. Lo indignante es que las élites limeñas, discriminadoras e insensibles con “los de abajo”, impostan una falsa solidaridad con las víctimas del fujimorismo en la procura de lavarse la cara a través de la “defensa de los valores republicanos”. Tal ansiedad –histórica quizás– legitima un rumor contraproducente. Porque nunca les interesaron las víctimas de la guerra (con Belaunde callan), sino el prestigio personal y el desquite con quienes se atreven a hacer política “abajo”; antes el Apra, hoy el fujimorismo.