¿Sabía usted que adaptando la actual tecnología ya podría reemplazarse el 50% de las actividades que realizamos en nuestros trabajos? (McKinsey, 2017). Por ejemplo, en Estados Unidos, la mitad del trabajo que se realiza en alojamiento y alimentación consiste en actividades físicas que serán casi en su totalidad automatizables.
La ‘cuarta revolución industrial’ actual cambiará el trabajo como lo conocemos. Algunas ocupaciones desaparecerán, otras requerirán nuevas habilidades, y aparecerán nuevas (en seis de cada diez empleos, ya hay 30% de actividades automatizables). Millones de trabajadores alrededor del mundo se enfrentarán en los próximos años al reto de cambiar a una nueva categoría de empleo, para lo que necesitarán adquirir nuevas capacidades. Si esa transición es lenta, el desempleo podría incrementar desmedidamente.
Todo esto nos exige repensar el modelo de regulación laboral focalizado en el puesto de trabajo antes que en el trabajador. Porque por más que insistamos en imponer reglas como la reposición como regla general frente al despido, eso no evitará el cierre por ejemplo de una fábrica de zapatillas, que ahora podrán producirse usando impresoras 3D empleando mucho menos capital humano.
Grandes o chicos, los empresarios no hacen empresa para crear trabajo. Lo hacen para obtener rentabilidad mediante la combinación de capital y trabajo, y así proveer bienestar a su familia (un fin absolutamente moral, por cierto).
Esta es la realidad que el saliente ministro de Trabajo nunca entendió. Manteniendo ‘derechos’ que muy pocos disfrutan, solo se perpetúa la informalidad y el subempleo de los demás. Peor aun, se pierde de vista que lo importante –incluso para aquellos que tienen derechos– no es quedarse entornillados a un mismo puesto, sino ganar habilidades para poder adaptarse a nuevas ocupaciones. Más aun, con una esperanza de vida en ascenso.
El nuevo ministro de Trabajo haría bien –por ello– en comprarse el pleito de la empleabilidad, en vez de dedicar sus esfuerzos a bloquear los intentos por reducir los costos no salariales que agobian a las pymes (no a las grandes empresas).
Así, por ejemplo, podría promover que se eliminen los intereses presuntos que hoy cobra la Sunat cuando una empresa le presta dinero sin intereses a sus colaboradores, para que estos paguen nuevos estudios. También podría promover un crédito frente al Impuesto a la Renta, como ocurre con las inversiones en innovación acá y con las inversiones en capacitación en Austria. O, pensando en etapas empresariales iniciales, podría permitirse deducir hasta 6% de los gastos corrientes por inversión en capacitación (Cedefop, 2009).
Reduzcamos los costos no salariales para las pymes y concentrémonos en la empleabilidad de los trabajadores. Si no nos preparamos para la transición, el desempleo aumentará. La tecnología no pedirá permiso. Ni perdón.