La noche del partido Perú-Bolivia nuestra cancha era una cama de 4 metros cuadrados. El plan era sufrir y disfrutar juntos, como le provoca a cualquier familia del mundo que busca un escape a través del fútbol. Cuando Guerrero ingresó como un cuchillo caliente en manteca a meter de cabeza su primer gol, nuestros resortes vencieron a los del colchón, los brazos en alto, los gritos mezclados con los del vecindario, la esperanza de que todo era posible.
Después Cueva le dio ese pase digno de estampilla a Guerrero, el Perú metió el segundo, y podría asegurar que nuestro festejo fue más ruidoso porque se confirmaba la esperanza. Pero fue al tercer gol peruano cuando nuestra burbuja de alegría adquirió una grieta, o al menos así lo percibimos. La confirmación llegó cuando Guerrero estuvo a punto de anotar lo que hubiera sido un cuarto gol peruano y Santiago lanzó un gemido de preocupación.
–Nooo…
Su madre palmoteaba enrojecida, su abuelo acompañaba la jugada con los ojos desorbitados y yo me mantenía en vilo.
–Me da pena…
Todos nos hicimos los sordos, pero bien claro nos quedó que ese niño peruano, nacido en el Perú e hijo de padres peruanos, de pronto, había sacado unos latidos bolivianos.
–¡Por favor, Santiago! ¡Este partido hay que liquidarlo! –protestó su madre desde la marea del fervor.
–Quiero que ganemos, pero por no más de dos goles… –reclamó el niño.
Yo no me quise quedar atrás y fui tan sentencioso como mi novia.
–Ganemos por 4 a 0 hasta los 88 minutos –le retruqué– y que nos metan dos al final, pero no pidas que nos metan goles ahora que falta mucho.
Santiago se arrebujó en las sábanas y empezó a sufrir en la misma medida en que los demás empezábamos a disfrutar. Sin embargo, Santiago se cuidaba de no ser muy explícito. Yo tenía un ojo en la pantalla y otro en sus reacciones, y me daba cuenta. Entonces recordé lo buen jugador de fútbol que es este niño –quizá sea genético, su padre fue campeón nacional con el San Agustín– y le lancé una pregunta.
–¿Acaso cuando juegas te gusta que el otro equipo te meta goles?
El narrador vociferaba las acciones, la atmósfera seguía electrizada, pero la voz de Santiago se escuchó clara como sus sentimientos.
–No, no me gusta –aceptó–. Creo que no soy muy patriota.
Cuando Bolivia pudo descontar mediante un penal, su carita se relajó algo, pero no mucho. Y cuando Reyna estuvo a centímetros de meter lo que pudo ser el cuarto gol peruano, vi de reojo que le hablaba al oído a su mamá, quizá avergonzado de volver a hacer público lo que sentía.
Han pasado varios días desde aquella noche, todos estamos más fríos, pero me cuesta olvidar la empatía que Santiago sintió hacia el adversario. Quién sabe si Grau, el peruano que más admiran los peruanos, no tuvo algo de esa compasión cuando rescataba al enemigo en vez de rematarlo. Quién sabe si no nos hubiéramos ahorrados muchas guerras y algunos holocaustos si la humanidad se pareciera más al Santiago de esa noche y menos a nosotros, que queríamos la humillación total del rival.