Quienes han vendido la idea de que el retorno a la bicameralidad ayudará con la endémica crisis de representación que padecemos sustentan su posición en la fórmula: más, es mejor. Lo que para los probicamerales es un axioma, para mí es una hipótesis de trabajo. La ausencia de criterio técnico se palpa en el convulso desacuerdo respecto al número de diputados/senadores que –según el antojo del proponente– se plantea: 170/50 (De Belaunde), 150/50 (Del Águila), 130/60 (Violeta), 130/50 (Velásquez), 130/30 (Fujimori). ¿Quién da más? ¿Quién da menos?
Hay un tema de fondo que los probicamerales olvidan: el tan añorado sistema de dos cámaras contribuyó a la caída del sistema de partidos erigido en la década del ochenta. Alberto Fujimori, desde el poder, dio el tiro de gracia al colapso partidario, pero previamente los mismos partidos habían desvirtuado la representación parlamentaria en un sistema de castas (la oligarquía en la “cámara alta” y los “patrones del interior” en la “cámara baja”). Así, el sistema bicameral reprodujo la discriminación estructural entre limeños y provincianos en vez de atenuarla. El rol subordinado del “interior del país” sumó al descrédito de toda la clase política (votó por un ‘outsider’ que promovía en su lista al Congreso al “panadero de la esquina”, literalmente). ¿No fue Cambio 90 quien introdujo en el Congreso a microempresarios emergentes, evangélicos y catedráticos provincianos?
El Congreso Constituyente Democrático (CCD) de Fujimori fue perjudicial para la representación política. No por su unicameralidad, sino por el distrito electoral único (DEU), diseño que reprodujo el centralismo al establecer la elección de 80 congresistas a nivel nacional. Luego del CCD, el Congreso 1995-2000 tuvo 120 parlamentarios. Como demostramos en “El nacimiento de los otorongos” (estudio en coautoría con Carlos Iván Degregori, cuyo séptimo aniversario de desaparición recuerdo), el DEU recreó la discriminación estructural: la élite limeña se afianzó (con la reelección en 1995 y en el 2000), mientras los representantes provincianos sirvieron de fusibles con baja esperanza de vida parlamentaria (un período).
La aplicación del distrito electoral múltiple (DEM), desde el 2001, ha garantizado que todos los departamentos cuenten con representantes, de manera proporcional a su población. Este sistema ha traído importantes mejoras. Por ejemplo, la conformación de las mesas directivas del Congreso pasó de un 40% de provincianos (2001-2006) a un 65% (2006-2011, 2011-2016). No obstante, a pesar del progresivo empoderamiento de los legisladores “del interior”, persevera el distanciamiento con sus electores. Ello ocurre porque –insisto– las jurisdicciones departamentales, bases de la elección de representantes, han dejado de ser funcionales. Sugiero tomar los “clústeres” económicos como nueva referencia.
Como hemos experimentado, un Senado con DEU agudiza el centralismo y una Cámara de Diputados con DEM, bajo la actual distribución regional, ya es ineficaz. Esta es la deliberación fundamental que se debe sostener. Si no se corrige el debate de la reforma congresal, lamentablemente incurriremos en la paradoja de un gobierno que se jacta de provinciano, favoreciendo el centralismo. No queremos un Senado que sirva para cholear. ¿O sí?