Tiempo atrás, las discrepancias sobre una marcha eran, sobre todo, numéricas. El bando de la protesta decía “fuimos 100 mil”, el rival decía “pffff, no eran ni 5 mil”, el buen cubero decía “yo calculo que fueron 20 mil”. El problema para el cubero es que no dispone de métodos certeros para calcular densidades por cuadra en las fotos, ni por ritmos de los pasos en los videos.
En cualquier caso, el impacto de la marcha no lo hace su solo número, sino sus incidencias, muertos, heridos, y radicalidad de la expresión y de la represión. Mi punto es que, en la polarización permanente establecida desde la irrupción de Pedro Castillo, la discrepancia sobre las marchas llega al impertinente extremo de negarle el derecho de hacerlo al que marcha, descalificándolo por razones de clase, raza o ideología. “Mira, esos ‘pituquitos’ han llegado en bus cama por primera vez en su vida al Centro” o “mira, esos pobres diablos ni saben por qué marchan, seguro que les han dado plata o su táper”.
Le tengo respeto a estas pequeñas gestas colectivas, vengan de donde vengan. No participo en ellas para mantener cierta neutralidad como opinólogo, pero, vamos, cuando veo gente que se da la chamba de ir a gritar, disciplinadamente, consignas hasta que los gaseen o apaleen, he ahí una mística que no puede reducirse a una clasificación despectiva sobre sus motivaciones.
Dicho esto, la marcha del sábado contra Castillo tuvo alcances muy limitados en su impacto, como la tendrá cualquier marcha de respaldo a Castillo. Desde que los políticos perdieron credibilidad como convocantes de la protesta y el WhatsApp se convirtió en la principal fuente de interacción con pares y modelos, la mejor y la mayor marcha es la que se autoconvoca. Así pasó en noviembre del 2020, cuando cayó el fugaz régimen de Manuel Merino. Así pasó el pasado 2 de abril en Huancayo y el 5 de abril en Lima; hasta ahora, los dos más fuertes remezones que Castillo ha recibido de la calle. Todos los otros los ha recibido de la fiscalía y, algunos, del Congreso, de la prensa y de sus propias metidas de pata.
Los alcances de estas marchas son limitados, porque dan en la yema del gusto no solo a los que respaldan a Castillo, sino a los que, sin simpatizar con él, buscan una razón para no ‘ponerse las zapatillas’ e ir a protestar. ‘Que no soy como ellos, que no me gustan los dinosaurios que son los mismos que clamaban fraude, decídanse, ¿es por comunista o por ratero?, que no marcharon cuando yo marché’. No habrá una marcha para ti solito. Pero sí es muy cierto que la salida de Castillo no la va a empujar una marcha limeña abrumada de etiquetas sociales, sino una (auto)convocatoria plural y descentralista.