Hace veinte o treinta años, cuando la revolución digital era una ola formándose en el horizonte, conversar a la distancia con alguien que te gustaba requería ciertas particularidades que los chiquillos de hoy no comprenderían.
Si me gustaba Olivia, primero debía jugar a la ruleta de calcular en qué momento podía estar ella en casa. ¿Una hora luego de sus clases sería suficiente? A lo mejor no: quizá debía añadirle más tiempo porque su micro hacía una ruta larga. Además, ¿quién me aseguraba que no tuviera que hacer algún encargo entre su instituto y su casa? Diez de la noche estaría bien. Pero ¿no sería muy tarde? Hay familias donde no se considera apropiado recibir llamadas a partir de cierta hora. Nueve y cincuenta, entonces.
Cuando se aproximaba la hora, reloj en mano y tamborileo en el pecho, también llegaban otras decisiones que tomar: el único teléfono de la casa descansaba junto a mi madre, que a esa hora veía su novela brasileña. ¿Hablar con Olivia con mi progenitora al lado? Antes la muerte por desangramiento. A calcular, entonces. ¿Cuánto mediría el cordón espiralado del teléfono si era totalmente estirado? ¿Dos metros? ¿Tres? Mala suerte. Dos metros diez: el aparato no llegaba hasta el pasillo. En momentos así, la pregunta en nanosegundos era: ¿valía la pena Olivia como para buscar un teléfono público? Para que este artículo no quede muy corto imaginemos que sí, que Olivia estaba hecha de la pasta requerida para ser la madre de mis hijos y la compañera de mi navío. Había que abrigarse, entonces. Enfrentar la calle con pasos decididos, la mirada adelante y –lo más importante– las manos en los bolsillos, asegurándose que se llevaban las benditas fichas RIN. ¿Con dos serían suficientes? ¿Y si la máquina se tragaba la primera? No, mejor tres. ¿Y si la conversación se ponía bonita y justo tenía que cortar la llamada? No, mejor cuatro. A enrumbar mejor, entonces, al teléfono cerca de la bodega, para comprar más fichas primero. Una vez hecha la transacción con el bodeguero y con los bolsillos premunidos de municiones para la rendija, era usual que el teléfono al final de tu camino hubiera sido víctima del vandalismo. Manco de auricular. Con chicle en la ranura. O lo más común: fuera de funcionamiento. ¿Qué hora era ya? ¿Las jodidas nueve y cincuenta y cinco? ¡A correr entonces, a correr como si te estuvieran persiguiendo los perros de “La profecía”! Digamos que con suerte hubiera encontrado otro teléfono funcionando algunos minutos después. Las diez ya eran un pasado reciente, pero al menos todo estaba listo: había línea, la ficha RIN entraba sin obstáculos y el timbre de llamada anunciaba la contestación inminente.
¿Cuál era, entonces, el obstáculo final? ¿Qué pensamiento nos martillaba la cabeza en esas postrimerías de la antesala?
–Que no conteste su viejo, por favor...
Todo cambio social trae ciertas pérdidas junto a sus mejoras. Cuando hoy veo a mis hijas comunicándose tan fácilmente desde sus dispositivos, me pregunto si su generación no habrá perdido el valor de la previsión como requisito de una visión estratégica en la vida. Planificarte, adelantarte tres pasos a todo, disfrutar la recompensa de aquello que te costó un poco más. En suma, todo eso que no se requiere para que un boludillo escriba de la nada por WhatsApp:
–Ola, ke ases,,,
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