El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, representa la mayor amenaza para el frágil equilibrio de la selva amazónica.
El 6 de mayo, un informe de las Naciones Unidas concluyó que actividades como la agricultura, la tala, la caza furtiva, la pesca y la minería están alterando el mundo natural a un ritmo “sin precedentes en la historia de la humanidad”. Y, sin embargo, Bolsonaro pretende abrir la selva tropical –que ya ha perdido el 20% de su cobertura– a nuevos proyectos.
Bolsonaro se ha referido a los indígenas que viven en reservas como animales de zoológico, y prometió que las comunidades indígenas no obtendrían “un centímetro más” de tierras protegidas. Días después de asumir la presidencia, Bolsonaro despidió a Luciano de Meneses Evaristo, el respetado director de la agencia de protección ambiental de Brasil que redujo la deforestación de la Amazonía a niveles récords durante sus nueve años en el cargo.
Desde entonces, Bolsonaro ha dado rienda suelta a madereros ilegales, mineros de oro clandestinos y criminales que se hacen pasar por productores de carne y soya, que ocupan tierras protegidas. Bolsonaro y su nuevo ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, quien considera que el cambio climático es un “problema secundario”, han debilitado a las instituciones que combaten la deforestación.
La semana pasada, en una carta conjunta, ocho ex ministros de Medio Ambiente advirtieron: “Estamos enfrentando un riesgo real de deforestación incontrolada en la Amazonía”, agregando que las políticas de Bolsonaro están “comprometiendo la imagen del país y la credibilidad internacional”.
Mientras Brasil enfrenta los efectos de la parálisis económica, la gran tentación para el presidente populista es intentar revertir esta dinámica aprovechando las riquezas de la Amazonía. Pero las consecuencias de las políticas de Bolsonaro ya son evidentes. Los datos satelitales muestran que la deforestación ha crecido sostenidamente desde su victoria en octubre.
Pero esto no se trata solo del medio ambiente. Con más de US$100 mil millones en exportaciones agrícolas en el 2018, Brasil aspira a capitalizar la creciente demanda mundial de alimentos. La campaña de Bolsonaro promete retirarse del Acuerdo de París y desarrollar el “Amazonas improductivo”.
Este modelo económico, ahora adoptado por Bolsonaro, demostró ser temerario en el pasado: simplemente no estimula la prosperidad a largo plazo. A pesar de décadas de extracción de recursos, 32 de los 50 municipios con los niveles más bajos de desarrollo en todo el país se encuentran en el Amazonas.
Destruir la Amazonía para estimular la economía a corto plazo, como propone Bolsonaro, solo desplazará a más pequeños agricultores, recolectores de nueces y pescadores hacia las periferias de ciudades como Manaus o Belém, donde las favelas crecen día a día. En estas áreas empobrecidas, las poblaciones vulnerables corren el riesgo de caer en manos de organizaciones criminales que han convertido la Amazonía en un peligroso corredor de tráfico de cocaína.
El gobierno de Bolsonaro debe cambiar radicalmente sus planes para la Amazonía. Debe prestar atención a la sociedad civil, a los grupos indígenas y a los científicos que proponen proyectos que generan riqueza sin destruir el bosque o provocar éxodos desordenados a la ciudad. Dada la biodiversidad del bosque tropical más grande del mundo, las posibilidades son infinitas.
La comunidad internacional también debe desempeñar un papel clave y activo. La Amazonía es el patrimonio de la Tierra y su destrucción nos impactará a todos. Para que la selva tropical sobreviva, el país necesita una economía que gire en torno a su conservación, en lugar de su destrucción.
–Glosado–
© The New York Times