(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Virginia López Glass

El 30 de marzo, la capital y al menos 12 de los 23 estados de Venezuela se quedaron sin energía. Fue el cuarto gran apagón del mes. El gobierno ha atribuido el colapso a un “ataque electromagnético” llevado a cabo por los Estados Unidos y a ataques terroristas de la oposición.

En los últimos seis años, los venezolanos se han visto obligados a valerse por sí mismos, ya que el gobierno de Nicolás Maduro ha demostrado ser incapaz de proporcionarles incluso los servicios más básicos, como alimentos, salud, electricidad y, pronto, también agua. Si el primer apagón del 7 de marzo evidenció cómo la economía del país ha quedado destruida luego de décadas de errores, el último no dejó ninguna esperanza de que el régimen sea capaz de encontrar las soluciones a los problemas del país.

Los apagones han empeorado todo. No es solo que la vida se hizo más difícil de la noche a la mañana. Es que la posibilidad de mejorarla se ha vuelto distante. El primer apagón dejó a las personas sin servicios de teléfono e Internet durante al menos cuatro días. Los hospitales en todo el país colapsaron e innumerables lugares se quedaron sin agua. Dado que el Estado les ha fallado continuamente, los ciudadanos hicieron lo que han hecho por años: buscar sus propias soluciones a los problemas públicos.

Imágenes de gente recolectando agua de ríos contaminados se publicaron en las redes sociales, anticipando epidemias que un sistema de atención médica ya con dificultades no podrá enfrentar. En Maracaibo, la segunda ciudad más grande del país, más de 500 empresas fueron saqueadas y destruidas.

A medida que el apagón se prolongaba, se hacía difícil comprar alimentos porque los pagos con tarjeta no podían procesarse sin electricidad.

Si el apagón le dio a la economía un golpe mortal, afectó aun más al sistema de salud. Los hospitales ya experimentaban una escasez de medicamentos y piezas necesarias para reparar sus equipos. Docenas de pacientes murieron cuando los viejos generadores no se activaron. Los médicos del hospital Domingo Luciani, en Caracas, trataron inútilmente de mantener vivos a los pacientes con respiradores bombeados manualmente. Los bebes recién nacidos murieron en incubadoras ociosas. Un joven cirujano me dijo que la falta de agua también estaba empeorando la escasez de instrumentos quirúrgicos. “Los descartamos porque, en estas condiciones, no podemos esterilizarlos”.

Por más impactante que sea ver hospitales funcionando sin agua, esto se ha vuelto la norma también en la mayoría de vecindarios.

Al contrario de Caracas, Maracaibo experimentó cortes de energía diarios durante la mayor parte del 2018. Lo que alguna vez fue el corazón de una industria petrolera en auge se ha convertido en el epicentro de una operación de contrabando de gasolina hacia Colombia. La economía local es tan mala que los bienes a menudo no se venden, se intercambian.

A raíz del apagón del 7 de marzo, tres días de disturbios sacudieron la ciudad. Los informes de noticias parecían sacados de “Mad Max”, al presentar multitudes armadas atravesando las calles destruyendo y robando todo, desde tiendas hasta centros comerciales. La ciudad fue canibalizada.

Hasta ahora, Caracas se ha salvado de los horrores que ha sufrido Maracaibo. Pero es poco lo que un gobierno en bancarrota, deslegitimado y sancionado por su gente puede hacer. Si los apagones se convierten en la norma, no tendremos tanta suerte la próxima vez. Temo que la violencia y el saqueo se puedan extender como un incendio forestal en la capital de la nación y más allá. Ese podría ser otro golpe mortal para Venezuela.

© The New York Times
–Glosado y editado–