Camila Castro Granada

Desde inicios del siglo XXI, en el Perú, las movilizaciones sociales fueron caracterizadas como reacciones espontáneas, informales y contrahegemónicas, que se dispersan entre la ciudadanía, motivadas por la deliberación de un interés común en las calles. Actualmente, el descontento y el hartazgo social son tan tangibles que la ciudadanía peruana se encuentra en un constante estado de conflictividad latente y dispuesta a la confrontación. Si bien este debería ser un estado excepcional y síntoma democrático, en el contexto peruano, las protestas sociales son la expresión de la insatisfacción ciudadana y una parte del proceso real de la política. Esta contradicción es el resultado de la incapacidad estatal y el resquebrajamiento de las instituciones democráticas del país.

Ahora bien, tras el fallido golpe de Estado de Pedro Castillo y su consecuente destitución, se inició una serie de protestas –en su gran mayoría pacíficas– en el ámbito nacional, “protagonizadas, esencialmente, por pueblos indígenas y comunidades campesinas, principalmente del sur del país” (CIDH, 2023). En suma, el escalamiento de la protesta y la policial, así como el desdén político, generaron en la población la necesidad de realizar acciones cada vez más drásticas, lo que perpetuó un ciclo interminable de violencia y dejó “al menos 50 víctimas mortales y más de mil personas heridas” (Amnistía Internacional, 2024).

La respuesta gubernamental ante una crisis de tal magnitud fue desprolija y desproporcionada. Los esfuerzos institucionales orientados al diálogo y a la gestión de conflictos solo estuvieron enfocados en resolver “agendas sociales” de ciertas organizaciones movilizadas, ignorando los reclamos políticos presentes en la marcha. Por otro lado, la respuesta de las fuerzas del orden fue represiva y hasta autoritaria. Con este enfoque punitivo se buscó intimidar a los manifestantes, lo que evidenció un irrespeto por los procesos democráticos y los derechos humanos. El desdén político parece ser un síntoma de algo más peligroso que solo la ignorancia de la realidad sociopolítica de la comunidad por parte de los gobernantes. Esta situación se agravará y se convertirá en un espiral sin retorno no solo de hartazgo, sino de violencia y desgobierno.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Camila Castro Granada es estudiante de Ciencia Política y Gobierno en la PUCP

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