Esta semana ha sido particularmente ingrata para el ex presidente Alan García y su afán por persuadir al mundo de que es un perseguido político. Por un lado, el gobierno del Uruguay rechazó su pedido de asilo con el fulminante argumento de que “en Perú funcionan autónomamente y libremente los tres poderes del Estado”; y por otro, la conmoción desatada por su denuncia de que estaba siendo ‘chuponeado’ por “una organización criminal dedicada a prácticas montesinistas” se desinfló en menos de 24 horas.
Algo está pasando con su palabra, antaño tan valorada en conferencias y balconazos, pues por lo menos en el segundo de los asuntos mencionados, existían elementos que merecían ser considerados con cierto detenimiento. Para empezar, ¿cómo así se envío a efectivos de Inteligencia a brindarle seguridad? Y por otra parte, ¿qué había en la famosa mochila negra que, según diversos testigos, fue retirada bajo protección policial del automóvil desde donde supuestamente se llevaba a cabo la escucha ilegal?
Los agentes de Inteligencia no protegen: vigilan. Y una exhibición de fuerza como la que rodeó el recojo de la referida mochila no se justificaría si esta no contuviese algo más que los táperes con los restos del almuerzo. Así que pedirle explicaciones al ministro del Interior era una iniciativa razonable… Pero, por algún motivo, nadie fuera del círculo de los ordenanzas del líder aprista pareció concederle al reclamo mayor importancia.
—El gran responsable—
Desde hace tiempo, todo –empezando por las encuestas– indica en realidad que García enfrenta un serio problema de credibilidad entre los peruanos. Pero con la tesis del acoso político, el problema sencillamente ha hecho crisis. La pretensión, por ejemplo, de que es perseguido por sus ideas se topa de inmediato con un enojoso inconveniente: ¿qué ideas?
El ex presidente no hizo –felizmente– planteamientos ideológicos en la última campaña. Lanzó apenas algunas propuestas populistas que no encontraron mucho eco en el electorado. Y postular que ahora alguien podría querer perseguirlo por la posibilidad de que continúe ofreciendo un ministerio de la juventud o un seguro para los mototaxistas es un tanto ridículo.
Conspira también contra la verosimilitud de su teoría el dramático encogimiento de la intención de voto que registraron en su caso las ánforas del 2016. A veces Alan parece olvidar, por acción quizás de algún mecanismo de defensa, que salió quinto en esas elecciones y que su partido solo consiguió cinco curules en el Congreso. Mal que le pese, más rentable para quien pudiese recelar desde el poder el surgimiento de un liderazgo alternativo sería perseguir a César Acuña.
El principal obstáculo para ganar adeptos que presentó siempre su elucubración, sin embargo, fue la brumosa identidad del presunto perseguidor. En la carta que dirigió a la opinión pública tras solicitar el asilo a Uruguay, no mencionó su nombre, y más bien se internó en complejas formulaciones impersonales del tipo “para vincularme con algún hecho [delictivo] se utilizó una de las 36 conferencias que he dictado”, o “se usa abusivamente de los procedimientos penales para humillar a los adversarios políticos”, o “son hechos, frente a rumores con los que se quisiera afectar mi libertad”… Alguien poco habituado a los artificios de la gramática podría pensar que quien lo persigue es un tal ‘Se’.
Cuando la prensa, por otra parte, les trasladaba a los parlamentarios apristas la pregunta sobre los datos precisos del hipotético hostigador, estos se embarcaban en un trabajoso alcatraz en el que el fuego a evitar era la respuesta.
Envalentonado por la detección de los supuestos ‘chuponeadores’ en las afueras de su casa, no obstante, este martes García se animó finalmente a decir con todas sus letras lo que hasta ahora solo había mascullado. “El gran responsable es Vizcarra”, dijo.
La construcción teórica completa, entonces, colocaría al presidente de la República como el cerebro y origen de toda una maquinaria cuyas extensiones llegarían al Ministerio Público y al Poder Judicial, y que tendría por objeto acosar al líder aprista y eventualmente llevarlo a la cárcel. ¿Con qué fin? Esa parte todavía no está muy elaborada, pero se diría que el empeño tiene que ver con alguna aviesa voluntad de apartar del partidor a los posibles competidores de una futura contienda electoral. O simplemente, retirar de la escena pública a determinados actores que podrían robarle al mandatario esa atención ciudadana que últimamente parece disfrutar como si fuese ambrosía.
—Problema de cásting—
El principal problema que enfrenta esa tesis, sin embargo, es de cásting. Vizcarra, simplemente, no luce como la persona más adecuada para encarnar el rol descrito. Es indudable que le ha cogido un cierto gusto al soroche de andar encumbrado en las encuestas, pero hasta ahora la impresión mayoritaria es que esas cifras le sirven para sacar pecho los fines de semana en la casa o frente a sus ‘choches’ moqueguanos cuando visita la patria chica; y no para empezar a montar eso que Alejandro Toledo probablemente denominaría ‘un andamiaje que le permita perpetuarse en el poder’.
El propio García dio muestras de percibir al actual jefe de Estado como una ficha menor en el tablero político al considerarlo, hace solo tres meses, un “remiendo” de Kuczynski o definir su legalidad para ejercer la presidencia como “accesitaria”. A decir verdad, queda la sensación de que si no lo llamó entonces ‘un tal Vizcarra’ fue quizás para no admitir que recordaba su apellido.
¿Cómo hacer verosímil que esa figura a la que no solía concederle otra relevancia que la de un suplente tocado por la fortuna resulte ahora el omnipotente causante de sus correrías? Difícil, aunque no imposible.
Pero si lo intenta, eso sí, habrá que pedirle, con la misma vehemencia a la que recurre él en este tipo de circunstancias, que lo demuestre.