Esta semana, se votó en el Congreso un informe, previamente aprobado en la Comisión Permanente, que proponía inhabilitar por diez años al expremier Aníbal Torres para el ejercicio de la función pública. Se lo acusaba, concretamente, de haber infringido tres artículos de la Constitución, relacionados con el respeto que le debía como funcionario al ordenamiento jurídico vigente y con las atribuciones del Consejo de Ministros que entonces encabezaba. Descontados los parlamentarios que ya habían votado el asunto en la instancia previa, la iniciativa necesitaba alcanzar 67 votos para ser aprobada y solo logró 55. Dieciocho legisladores votaron en contra y otros 12 corajudos se abstuvieron.
En opinión de más de un jurisconsulto, había en la acusación mérito legal suficiente para proceder con la inhabilitación, pero es innegable que flotaba también en el ambiente un afán por librar al país de aquello que, con cierto pudor, suele definirse simplemente como “un candidato así”. Pues bien, que Torres atraviesa por fases en las que se ve a sí mismo postulando a la presidencia en el 2026 es algo que la prensa ha divulgado ya tiempo atrás, de manera que lo que haría falta precisar es qué debemos entender por “así”. Y no se nos ocurre mejor manera de hacerlo que recordando las hazañas más sonadas del paso por la administración pública de aquel a quien esta pequeña columna denominó en su momento “el premier de la luna llena”.
Mientras era presidente del Consejo de Ministros, el personaje que nos ocupa transitó de la exaltación de Adolf Hitler a la expresión de sus devaneos en torno a la posibilidad de que los dirigentes sociales que visitaban Palacio “trajeran a Lima 50 personas cada uno” para hacer “arrodillar a los golpistas”: una imaginativa forma de aludir a la oposición en el Congreso, los medios que presentaban denuncias por corrupción contra Pedro Castillo y los fiscales y jueces que las acogían.
–Se ha escapado–
Ningún acto, sin embargo, resultó tan determinante para la definición de su cuadro como el ataque al siquiatra. Nos referimos, claro, a la ocasión en que le cayó encima al doctor Max Hernández por tratar de llamar a la cordura al gobernante de entonces. No en vano se escuchaba corear por esos días unas coplas que empezaban con el verso: “Don Aníbal se ha escapado”...
Cabe suponer, en consecuencia, que lo que preocupa a quienes temen una eventual candidatura suya es una cierta naturaleza furiosa que parecería apoderarse de él por temporadas. Sucede, no obstante, que esa reflexión se saltea un eslabón fundamental en la secuencia lógica que plantea: para que una candidatura de Torres representase realmente un peligro para la patria, tendríamos que asumirla capaz de captar un voto mayoritario entre los peruanos. Y lo mismo habría que anotar a propósito de los insomnios que provoca la probable postulación de ese otro majareta de la política nacional que es Antauro Humala.
En el fondo, el temor a las aspiraciones presidenciales de esta tocada dupla no es otra cosa que un temor a nosotros mismos como votantes. O, mejor dicho, a la circunstancia de que, una vez que entra a la cámara secreta, una cantidad significativa de compatriotas nuestros se desconoce. Demostradamente, vota siempre por aquellos que emiten todas las señas de ser una amenaza para la civilización, para luego, a los pocos meses, salir a marchar indignada contra ellos. Los locos, los necios sueltos, por lo tanto, no solo abundan entre los candidatos presidenciales, sino también dentro de esa especie ciudadana que cree que el acto electoral es un ‘happening’ vinculado a la moda. Decimos esto sin alusiones personales, por supuesto.