Las noticias sobre los avatares de la política local imponen un alto costo al insensato que intente seguirlas. La constatación cotidiana de la miseria que nos envuelve deprime al más pintado, y por eso las páginas de los diarios y los programas televisivos dedicados al asunto deberían colocar en lugar visible una advertencia similar a la que, según Dante, existe en las puertas del infierno. A saber, un llamado a abandonar toda esperanza antes de entrar al mundo sombrío que se nos está por mostrar.
Si alguien, por ejemplo, comienza a ilusionarse con la denuncia constitucional contra el presidente Castillo que la fiscal de la Nación acaba de presentar en el Congreso, bastará que revise la lista de los legisladores que tendrán que decidir qué ocurre con ella para comprender que nos encontramos, una vez más, en un callejón sin salida. Y algo parecido –es decir, nada– sucederá sin duda con el dato inquietante de que el ministro Roberto Sánchez mantenía una ‘hotline’ con Bruno Pacheco en la época en que fue comprendido en las denuncias sobre presiones del Ejecutivo en los ascensos militares, o con la efímera muerte de Alejandro Sánchez (el dueño de la casa de Breña donde funcionó el despacho presidencial clandestino), el mismo día que se dictó una orden de detención preliminar contra él. Una vez desatado el escándalo, como se sabe, el hombre resucitó de entre los finaditos.
–Disfraz animal–
La realidad de los enjuagues que se producen en las alturas del poder es, pues, dura e ingrata. Y, aunque a nadie le convenga ignorarla, se hace difícil tolerarla sin tregua. Es por eso que, de tiempo en tiempo, nos permitimos en esta pequeña columna abordar un tema distinto. Alguna materia más gratificante que, como la literatura o los últimos avances de la ciencia, sea capaz de procurar a nuestros lectores descanso en medio de tanta bellaquería.
Es así que en esta ocasión hemos decidido ocuparnos de las confusas noticias sobre el descubrimiento de una fábula perdida de Esopo. A decir verdad, en lo que concierne a ese personaje, todo es confuso. O, peor aún, dudoso. No se conoce a ciencia cierta su lugar de origen ni su fecha de nacimiento, y algunos especialistas ponen en tela de juicio hasta su propia existencia. Pero en general, se admite que vivió en el ámbito cultural griego entre los siglos VII y VI a.C. y que fue el autor de un importante cuerpo de fábulas que se ha transmitido hasta nosotros a través de traducciones y versiones latinas, medievales y neoclásicas. Se supone, sin embargo, que, al igual que mucha de la literatura de esa época remota, buena parte de su obra pudo haberse perdido. Las llamas del incendio de tanta biblioteca y la frecuente reutilización del papiro se encargaron de eso.
De vez en cuando, no obstante, un fragmento hasta entonces ignoto de esa vasta producción libresca asoma por ahí. Las excavaciones de un basural en Oxirrinco, una ciudad helenizada que floreció en el Alto Egipto hace cerca de dos mil años, han permitido, por ejemplo, rescatar durante las últimas décadas textos de Sófocles y Aristófanes que antes solo se conocían por referencias indirectas. De la misma manera, pues, se habla ahora en las redes de una fábula perdida de Esopo que habría sido desempolvada por los arqueólogos literarios y presentaría matices hasta hoy desconocidos de su arte.
Con la cantidad de información falsa que circula por ese medio, uno siempre tiene que ser cauto con las afirmaciones, pero de acuerdo con los reportes disponibles, se trataría de un texto titulado “El burro y el pollo”, que dramatizaría en clave alegórica las consecuencias de las mentiras groseras en las que puede incurrir quien se siente poderoso. La circunstancia de que los protagonistas sean dos animales, dicho sea de paso, refuerza la verosimilitud del hallazgo, ya que ese es un rasgo típico de las narraciones esópicas. Ya desde los tiempos del autor de la supuesta pieza, sin embargo, para todo auditorio era claro que esas identidades eran solo un disfraz de dos encarnaciones reconocibles de la naturaleza humana.
La anécdota, según los ecos que llegan hasta nosotros, presentaría a un burro que, después de haber soplado la flauta, no solo se creería músico, sino también astuto, y que traba amistad con un pollo paisano, empeñado en dejar atrás su irónica condición de ladrón de gallinas. Aprovechándose entonces de una cierta posición de mando a la que, por una sucesión de malentendidos, el burro accede, la pareja planea y perpetra diversos golpes que a la larga salen chuecos. El escándalo público no se hace esperar, pero sintiéndose inalcanzable para la justicia de los animales, el burro protege inicialmente a su cómplice recitando excusas absurdas, que pronto se revelan rebuznos.
–Vigencia indeclinable–
En ese punto, el deterioro del papiro hace que el relato se pierda por un momento, pero cuando el texto vuelve a ser legible, encontramos al burro enredado en disquisiciones sin brújula sobre su amigo, en las que a ratos el pollo está vivo y a ratos, muerto: toda una novedad en el género apológico. Lo más desconcertante de todo, no obstante, llega al final, cuando el autor se niega a declarar la moraleja de la fábula porque, según él, los personajes están permanentemente incapacitados para comprenderla.
No podemos asegurar que la fábula exista, pero si así fuera, habría que saludar la vigencia indeclinable de los clásicos.