Mario Ghibellini

Lo que está de moda en estos días es regresar. Regresó, por ejemplo, el congresista Enrique Wong a Podemos Perú solo una semana después de haber renunciado a sus filas. Dicen que, aturdido por la costumbre de dejar un partido para pasarse a otro, no se dio cuenta esta vez de que ingresaba por la puerta del que acababa de abandonar, pero esa teoría nos parece descabellada.

Regresó, por otra parte, el abogado Benji Espinoza a ejercer la defensa del tras una pausa que no debió alcanzarle ni para terminar su refrigerio. ¿Qué desacuerdo con su patrocinado lo empujó a anunciar ‘urbi et orbi’ que se sacaba esa responsabilidad de encima? Quizás nunca lo sepamos, pero es verosímil que lo ocurrido haya tenido que ver con algún consejo suyo que el mandatario inicialmente se resistió a seguir y que luego, acorralado por la fuerza de los hechos, acogió a regañadientes.

Ninguno de los retornos propios del trajín político reciente, sin embargo, invita tanto a la interpretación como el registrado a principios de esta semana en el Gabinete.


–Pero regresan–

En rigor, los retornos a los que aludimos son dos. Por un lado, el de la señora Bettsy Chávez, que a fines de mayo fue obligada por el Congreso a renunciar a la cartera de Trabajo y ahora ha sido reciclada como titular de Cultura. Y por otro, el del presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, que, a pesar de haber dicho en la carta que dirigió al presidente para poner su cargo a disposición: “Me retiro del cargo después de haber servido, conjuntamente con usted, a nuestra patria”, se apareció el día de la juramentación con el fajín bien ceñido y los ojos llenos de nostalgia. Que hiciera falta llenar el vacío que esos dos ministros dejaron al irse era discutible, pero ellos igual regresaron…

La nueva versión del incluyó desde luego retoques dignos de análisis (como los producidos en Economía o Relaciones Exteriores) y enroques de consolación (como el que tuvo por protagonista al obsequioso Alejandro Salas), pero el paso de los días demostró que el ingrediente central en el reencauche del equipo ministerial fue la permanencia del premier.

Esta semana, en efecto, don Aníbal se ha multiplicado en escenarios en los que enfrentó con éxito el reto de superarse a sí mismo. Atrás quedaron los ataques al psiquiatra (Max Hernández) y las exaltaciones de la obra señera del ‘Führer’. ¿Quién se acuerda de su intervención en el despido del procurador general Daniel Soria o de sus ninguneos a la capacidad de las Fuerzas Armadas y la PNP para brindar seguridad al país? ¿Fue realmente él quien dispensó a los opositores que prestaban oídos a Karelim López la sosa calificación de “bazofia de golpistas que no saben qué inventar para justificar la vacancia”? A la luz de sus últimas descargas de furia, la verdad es que todo lo anterior luce, a lo sumo, como distraídos gestos de desdén.

Esta semana, el recargado presidente del Consejo de Ministros se anticipó al jefe del Estado en la formulación de la tesis sobre una supuesta confabulación entre el Ministerio Público, algunos sectores del Congreso y parte de la prensa capitalina para “desestabilizar el orden democrático”. En sus momentos de éxtasis, el jefe del Gabinete llegó a decir cosas como “[si] el pueblo dice ‘cierren el Congreso’, ¿le voy a tapar la boca al pueblo?”. O también, en alusión a los dirigentes de distintas organizaciones sociales que visitaron Palacio, que, si ellos “trajeran a Lima 50 personas cada uno, harían arrodillar a los golpistas”. Lo más llamativo de sus exhalaciones de fuego, no obstante, fueron sus acometidas contra el sistema de justicia. Según dijo, estamos siendo testigos del “abuso de ciertos fiscales y jueces” que “interfieren en las actividades del presidente y del Ejecutivo sin que la Constitución y la ley lo permitan”. Una línea de argumentación que supone la apertura de un nuevo frente, pues hasta ahora los demonios contra los que se batía en sus pesadillas eran fundamentalmente el Parlamento y los medios. Tras su reacomodo en el púlpito de los anatemas, sin embargo, fiscales y jueces han dejado de ser víctimas colaterales de sus erupciones para merecer, por lo que parece, una dosis de lava equivalente a la que han venido recibiendo hasta hoy el periodismo y el Legislativo.

La pretensión de que la Constitución no les permite a los mencionados actores del sistema de justicia pedir y conceder allanamientos en la Casa de Pizarro es obviamente una paparrucha. Si tal impedimento existiera, las intervenciones que tanto escuecen al profesor Castillo y su disciplinante adjunto no habrían podido tener lugar. Pero daría la impresión de que afirmar públicamente lo contrario le reporta al gobierno alguna ganancia. O, por lo menos, eso es lo que sus improbables estrategas creen.


–Full Moon Fever–

Si el presidente optó por mantener al premier de la luna llena en su puesto no fue, como algunos afirman, porque nadie más quiso aceptar el encargo. Todos sabemos que entre los restantes ministros del Gabinete había como tres dispuestos a ‘ranear’ durante 48 horas seguidas en el Salón Dorado para sucederlo. El motivo, sospechamos, tiene que haber estado asociado más bien al tipo de discurso que él cultiva o, lo que es igual, al extraño resplandor con el que gracias a él brilla este reencauchado Gabinete.


Mario Ghibellini es periodista