A inicios de diciembre se derogó la Ley de Promoción Agraria tras una semana de furor, donde el sector agroindustrial pasó rápidamente de héroe detrás del milagro peruano a cruel villano. Han sobrado las exequias, destacando desde un punto de vista económico las virtudes del régimen, principalmente. Propongo aquí una óptica política e institucional, ángulo que puede decirnos mucho sobre lo que fuimos en los últimos 20 años, para bien y para mal.
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En mi tesis doctoral, demostré que las regiones del Perú donde se desarrolló la revolución agroindustrial fueron un bastión de defensa del modelo frente a candidatos y narrativas que denostaban las reformas del mercado de los noventa. Se puso en evidencia en elecciones presidenciales [ver infografía], pero también en elecciones regionales (empresarios del sector elegidos gobernadores en el 2016, como Fernando Cillóniz en la propia Ica, o Reynaldo Hilbck en Piura) e incluso en encuestas de opinión pública, que utilicé para demostrar la variación en apoyo al libre comercio a lo largo del Perú.
De forma notable, a diferencia del sector minero en el Perú, o del sector agroexportador en Bolivia y Argentina, la industria agroexportadora peruana es intensiva en mano de obra y tuvo un efecto económico positivo en los ingresos, incluso en aquellos trabajadores que no estaban directamente empleados en ella. Y eso, sostuve, era la clave para entender la persistencia de las reformas económicas en el Perú, mientras que en Bolivia y Argentina renegaban de tratados de libre comercio o aumentaban los impuestos a las exportaciones, entre otras medidas.
Quizás lo más llamativo, por todo lo anterior, es lo precario y vulnerable que resultó un sector económico de varios miles de millones de dólares. Queda claro que no basta con seguir repitiendo indicadores de formalidad o ingresos, o discutir qué cuadro muestra la eficiencia del régimen. ¿Por qué una ley que les permitió erigirse como ganadores en los últimos 20 años se desplomó como un gigante con pies de barro? Es justo reconocer que, como todos este año, la industria sufrió un ‘shock’ externo de magnitud severa, pero que también debió ser la mejor preparada para soportarlo.
Pequeñas anécdotas sobre las instituciones
La Sociedad Nacional de Industrias invitó en el 2014 al economista James Robinson al país, y en sus varias intervenciones repitió algo incómodo: que el crecimiento del Perú, aunque vertiginoso, no era sostenible.
Muchos de quienes defienden hoy el impacto positivo económico del régimen son los que también suelen destacar la conexión entre instituciones y crecimiento económico o citan a Douglass North, Daron Acemoglu y Robinson para lamentar la falta de instituciones inclusivas en el Perú.
Pero es muy difícil defender una ley aprobada en octubre del 2000, en las postrimerías de un gobierno ya deslegitimado y con la firma de un ministro de Agricultura con un transparente conflicto de interés, como inclusiva. Una ley temporal, además, prorrogada en dos ocasiones sin debate alguno, y en última instancia bajo un decreto de urgencia, y que terminó colapsando sin que nadie, aparte de los empresarios, la defienda.
Hemos discutido mucho sobre el rol de las instituciones detrás del crecimiento sostenible y hemos renegado mucho ante su debilidad en el sistema político. Pero ha quedado patente su ausencia también en el propio centro del modelo económico.
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Hace 50 años Milton Friedman escribió un famoso artículo en el que defendió la idea de que la responsabilidad social de un negocio era incrementar sus ganancias. Un marco legal de 10 años, o de 20 si se quiere, es para eso, siguiendo a Friedman, pero no para desarrollar una industria. Es un marco pensado para promocionar un sector, no para sostenerlo en el tiempo.
El problema fue que muchos apostaron por otra frase célebre de Friedman, aquella de que nada es tan permanente como un programa temporal del gobierno. Imponer reformas desde arriba, colectivistas como con Juan Velasco Alvarado (ver el libro de Dirk Kruijt del cual tomo prestado el título) o apuntando al libre comercio como ahora, ha probado ser insostenible en el tiempo.
Y no, el error no fue de comunicación, de narrativa, o de saber transmitir un mensaje. Las instituciones no se imponen por decreto ni se defienden con una retórica de guerra. Son fruto del consenso, del debate y de la negociación, lo que les permite crear una base amplia de apoyo que las sostenga a través del tiempo.
Podemos seguir destacando los cambios positivos que trajo el régimen agrario, pero es un ejercicio estéril porque ya no existe más, y pocos afuera de ciertos círculos lamentan su fin. Habrá una nueva oportunidad para construir, ahora sí, un régimen inclusivo y sostenible en el tiempo, para que la estrella latinoamericana no sea una estrella distante.
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