Primero, dejar de culpar a la población. Sí, hay conductas reprobables y descuidos gravísimos. Pero lo que comenzó como un buen recurso para sembrar conciencia no puede convertirse en truco de magia para ocultar problemas estructurales. (Foto: Anthony Niño de Guzman/GEC)
Primero, dejar de culpar a la población. Sí, hay conductas reprobables y descuidos gravísimos. Pero lo que comenzó como un buen recurso para sembrar conciencia no puede convertirse en truco de magia para ocultar problemas estructurales. (Foto: Anthony Niño de Guzman/GEC)
/ Anthony Niño de Guzman
Eduardo  Dargent

Ser político implica decidir quién vive y quién muere. Toda decisión de priorizar una política significa dejar de lado otra urgencia. El buen político es el que logra balancear estas consecuencias de la mejor manera. Esta idea sencilla, pero amarga, es de las primeras cosas que se aprenden en una clase de teoría política. Y en un país pobre como el nuestro, esta responsabilidad es mucho más palpable.

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La idea de un político agobiado por su deber, obligado a tomar decisiones trágicas, contrasta con la imagen del político sanguijuela que nos rodea. Para los corruptos estos dilemas se anulan con un buen billete. Ojalá creyera en el infierno o la mala conciencia, pero temo que muchos se van a dormir muy tranquilos con sus muertos a cuestas.

Hay también formas tramposas de enfrentar el dilema. Están los que en nombre de su interés material, quizás confundidos por el mismo, señalan que lo mejor para el “bien común” es precisamente aquello que los beneficia. Esos abundaron al inicio de la , marcando un falso dilema entre salud y economía que, vaya sorpresa, minimizaba el costo de la salud y los muertos para la economía.

Pero no es menos tramposo el que niega el dilema, ese que cree que se puede hacer todo a la vez sin conflicto. La tensión entre economía y salud es real y lo enfrentaremos todas las sociedades donde no hay espalda financiera para mantener cuarentenas rígidas. No es posible mantener la cuarentena y entregar recursos a todas las personas en sus casas para eliminar el costo social. Tampoco abrir la cuarentena con todas las medidas de seguridad para prevenir un rebrote. ¿No es evidente que ambas opciones son irreales y que nos toca buscar balances?

¿Qué creo resulta clave para la legitimidad de un Gobierno que tendrá que tomar decisiones durísimas en los próximos días? Dos temas parecen urgentes.

Primero, dejar de culpar a la población por lo que está pasando. Sí, hay conductas reprobables y descuidos gravísimos. Criticarlos está bien, es necesario.

Pero lo que comenzó como un buen recurso para sembrar conciencia no puede convertirse en truco de magia para ocultar problemas estructurales. ¿El desorden de los mercados, su mala distribución territorial, la débil inclusión financiera, es responsabilidad del que sale a la calle? ¿O son años de mal gobierno y pésima planificación? No hay que compararse con países europeos. Siempre hay una Costa Rica para recordarnos lo mal que lo hemos hecho. Sospecho que la empatía ayudará más a mantener la confianza y establecer alianzas, que regañar al desesperado.

Segundo, que no se instale la convicción de que unos tienen más llegadas que otros para influir sobre las políticas. En estos días ello ha sucedido, con decisiones que favorecen a intereses concretos y dejan serias dudas sobre su utilidad general. El Gobierno está para armonizar, balancear y también enfrentar cuando sea necesario. Más allá de lo que haga bien, la desigualdad nos dejará una imagen durísima para el bicentenario, pues los muertos los pondrán más unos que otros.

Que esa imagen sea más empática y solidaria pasa en buena cuenta por lo que haga el Gobierno. No olvidarlo, menos ahora.

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