Pese a la importante desaceleración que ha sufrido nuestra economía, los peruanos acabamos de cerrar un año más de crecimiento. No ha habido ninguna reforma especial para justificar esto –más bien hubo serios desaciertos para contrarrestarlo–, pero el crecimiento continuó, principalmente, por efecto de la inercia de todo el largo tiempo en que lo hemos venido teniendo casi sin interrupción. O mejor dicho, en el que convertimos lo que normalmente nos sucedía –las crisis– en la excepción (desde los noventa solo hemos tenido dos: la de 1998 y la del 2009, causadas principalmente por eventos internacionales), y lo que era la excepción (el crecimiento) en la regla.
Este tan beneficioso cambio de patrón no ha sucedido por accidente. El año que acabamos de cerrar ha sido también el vigésimo desde que el Perú dejó atrás formalmente su sistema económico anterior, para asumir al libre mercado como su modelo preponderante.
Precisamos lo de “preponderante” porque, desde luego, no es el caso que en estos veinte años haya habido algo así como un “matrimonio” con el sistema. Al menos no uno que no se haya caracterizado por continuas y severas infidelidades. El Perú no es, ni mucho menos, el paraíso de la libertad económica. De hecho, ocupamos el puesto 44 del Ránking de Libertad Económica del Heritage Foundation: casi diez puestos más abajo que el Uruguay del presidente Mujica. Por solo citar dos ejemplos, tenemos uno de los regímenes laborales más rígidos de la región, al tiempo que ocupamos el puesto 128 de 144 países en la categoría de “peso de las regulaciones burocráticas” del Índice Global de Competitividad.
Así y todo, sin embargo, el espacio que ha tenido la iniciativa privada y el mercado en estos años ha sido suficiente para lograr una auténtica revolución en la calidad de vida de (literales) millones de peruanos. Lo que es más, ha sido suficiente para cambiar las capas socioeconómicas que conforman nuestra sociedad y para pasar a esta, como sostiene Rolando Arellano, de la forma de pirámide que tenía (donde la mayoría estaba en una gran base de pobreza) a la de rombo que tiene hoy (donde la mayoría está en la clase media).
En efecto, a comienzos de los noventa, luego de más de dos décadas ininterrumpidas del modelo estatista –y supuestamente de “justicia social”– el Perú tenía un escandaloso 60% de su población viviendo bajo la línea de pobreza. Para el año pasado esta cifra se había reducido a bastante menos de la mitad (25,8%) y se estima que este año, pese a la desaceleración, se habrá reducido en dos puntos más (23,8%).
En las dos últimas décadas, más concretamente, el PBI per cápita peruano ha pasado de US$1.500 a US$6.700, aproximadamente. Y únicamente desde el 2003 hasta acá el promedio de los sueldos se ha incrementado a un 7% anual. Todo, con una inflación que este año ha cerrado en 2,88% (frente al aberrante 7.492% anual que alcanzamos en 1990).
Por otra parte, el Estado, al menos en lo que tocaría a cumplir sus verdaderas funciones (y no a aquellas otras en las que cada tanto busca entrometerse sin siquiera haber cumplido bien con las anteriores) es hoy, y pese al lugar común, mucho más fuerte de lo que jamás fue con el otro modelo. Por ejemplo, solo la parte de los presupuestos estatales que está dedicada a ayudar a quienes tienen menores recursos –incluyendo a la salud y educación públicas– se ha triplicado en la última década, pasando de US$15.000 millones a US$45.000 millones. Es decir, únicamente en ese rubro el Estado tendría que ser hoy tres veces más potente de lo que fue diez años atrás (si supiera sacarle provecho a cada dólar que tiene).
Es cierto que queda todavía mucho por recorrer, pero considerando las cifras casi apocalípticas de las que veníamos y el tiempo transcurrido, lo que se ha logrado hasta acá es un auténtico milagro económico. Y un milagro –vale la pena precisarlo– logrado, protagónicamente, por los propios ciudadanos. Después de todo, si algo caracteriza al modelo de mercado, es que este remueve barreras y da libertad. Libertad para invertir, producir, intercambiar y crear. Y esa libertad la han aprovechado los peruanos –y entre ellos nadie más que los pequeños y microempresarios, que emplean a dos tercios de la población– para lograr todo lo arriba descrito. ¿Qué país tendríamos en diez años más si no se nos quita esta libertad y, de hecho, si se remueven las muchas barreras que aún la limitan? Ciertamente, tendríamos un país que haría totalmente irreconocible a ese otro en ruinas y ya casi sin esperanza que, luego de tantos años de opresión estatal, alguna vez fuimos.