La política está tomando un rumbo que puede resultar muy negativo para la recuperación pos-COVID-19. Su primera manifestación es el Congreso actual. El Parlamento anterior era belicoso, encubridor y se oponía a la reforma política, pero no aprobaba leyes que rompen contratos, afectan el Estado de derecho, desinflan el ahorro nacional y desalientan la inversión futura. Este es mucho más peligroso. ¿A qué se debe?
Una razón es estructural: el exceso de bancadas, todas relativamente pequeñas. En un sistema bipartidista, por ejemplo, el partido que está en la oposición sabe que tiene altas probabilidades de ser gobierno en el próximo período, entonces no aprueba leyes que socaven el futuro. En cambio, a mayor número de bancadas o partidos, menos responsabilidad. Los grupos, para sobresalir de alguna manera, solo se interesan en lo que puede darles rédito inmediato, a costa del país. Y se vuelven altamente permeables a grupos de interés (sindicatos, gremios, etc.) que ofrecen la promesa de votos futuros o pagos corruptos a cambio de beneficios rentistas. De allí la decisión poco pudorosa de eximirse del marco actual sobre declaración de intereses.
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El problema es que, tal como van las cosas, este esquema se repetirá en el próximo gobierno, afectando seriamente su capacidad de reconstruir y reformar la economía nacional. Pues el Congreso actual, que tampoco cree en ninguna reforma política, probablemente no aprobará normas para reducir el número de partidos que puedan postular en las elecciones del 2021, de modo que tendremos decenas de candidaturas presidenciales, lo que potenciará aún más la competencia populista, que se plasmará luego en el siguiente Congreso, también muy fragmentado.
El problema es que para que la recuperación de la economía sea lo más acelerada e inclusiva posible, necesitamos restablecer niveles de libertad económica que hace tiempo hemos perdido y reducir los costos de la formalidad al mínimo. Los emprendimientos necesitarán campo libre para crecer. Todo lo contrario de lo que se viene con el populismo intervencionista instintivo que verá en el crecimiento de la pobreza y la desigualdad el terreno ideal para ofrecer remedios ilusorios y dañinos.
Un nuevo Acuerdo Nacional, como ha sido planteado, sería útil en este escenario si es que, en lugar de entrar por temas, se aboca a resolver un solo gran problema, que es el problema secular del Perú: cómo incorporamos a todos, tanto en la ley, en el Estado legal (formalización), como en servicios sociales de calidad (universalización). Si nos ponemos de acuerdo en eso, sería fantástico.
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Pero se necesitarían voces institucionales con propuestas. Y allí la pobreza es enorme. Ya vemos las que tienen los partidos. El gran empresariado debería plantear una, pero dado que puede absorber los altos costos de la formalidad (como dice José Ignacio Beteta), no es sensible al problema, no se identifica con los pequeños y no asume su rol dirigente; y cuando hay dificultades prefiere manejarlas en relación directa con el poder. Pero eso ya no funciona. Una presa fácil de la ola populista serán los grandes grupos económicos, como ya se insinúa claramente.
Solo quedaría invocar al Parlamento a que apruebe elegir el Congreso junto con la segunda vuelta presidencial, para que el Ejecutivo tenga más posibilidades de tener mayoría y haya menos bancadas. Aunque sea solo esa reforma.
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