Erika, una mujer maravillosa de la que en una próxima entrega les daré noticias -más animal que humana, instintiva y salvaje, tierna y completamente alfa-, ha llegado a mi casa justo cuando más la necesito. Su vida consiste en corregir el comportamiento de mascotas que llegaron a ser una pesadilla para sus dueños. He oído que en ocasiones se ha llevado un mes entero a un cuadrúpedo a su casa, y lo ha devuelto más civilizado que su dueño. No es mi caso, felizmente. Estamos a tiempo para que eso no ocurra.
Bowie, de tres meses de nacido, llegó y fue acurrucado en mis brazos cual bebé humano. Error, pero un error que empieza ahora a enmendarse gracias a Erika. “Es un lobo. Y tú debes actuar como su mamá loba”, fue lo primero que me dijo al verme. Haber sido destetado muy pronto (su madre, al ser rescatado, estaba moribunda) es una desventaja para él: no adquirió los códigos de conducta materna, ni las lamidas y gruñidos correctivos. Naturaleza sabia. Bowie ha estado intentando dominarme, desafiando las normas en mi casa, invadiendo a ladridos y mordiscos mi espacio vital, agotando algunas veces mi energía y casi siempre mi paciencia. Erika me ha enseñado a corregir a un lobo, convirtiéndome en una loba que empujará y pondrá en su sitio y revolcará al cachorro cuando intente pasarse de la raya. No es Bowie el alumno a disciplinar, sino yo.
Solo tengo experiencia con gatos. Qué fácil: no hay que hacer nada. En cambio al perro hay que jugarle (esperar a que él me alcance su juguete y yo escoger el juego); hay que decirle “no” a cada rato y premiarlo cuando se hace lo que esperamos que haga; hay que enseñarle a hacer pila y caca y esto es básicamente ensayo y error… no sé por cuánto tiempo más (no quiero claudicar, pero por mientras he eliminado las alfombras de mi casa); hay que hacerle compañía y darle cariño (soy una persona ocupada, ¿cómo hallar tiempo para el afecto cronometrado? Quizá, a fin de cuentas, estoy entendiendo en qué consiste el amor).
Todo esto es tan nuevo para mí, que el cariño desbordado, un afecto transparente y atolondrado, torpe, despelotado y febril cuando llego a casa, o simplemente cuando estoy, es algo que aún no puedo comprender. Es como si faltaran muchas Rafaellas para todo lo que Bowie quiere darme cada minuto. Y lo mismo con los otros miembros de mi manada humana. Hay una energía que no comprendo, unas miradas que no juzgan pero interpelan. Una compañía que quizá pensé que no necesitaba.
Erika me enseña ahora a decirle “quédate” a Bowie, con la mano estirada como hacen los policías de tránsito. No se escapará, no entrará, no trepará, y entenderá por fin que la que manda soy yo. Pero las lecciones van más allá de las jerarquías. Estoy aprendiendo a querer de otra manera.