"Quitarle algunos niveles a ese par de Torres Gemelas hechas de libros pendientes que se levantan sobre mi escritorio y prometen atravesar el techo si no reacciono pronto". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Quitarle algunos niveles a ese par de Torres Gemelas hechas de libros pendientes que se levantan sobre mi escritorio y prometen atravesar el techo si no reacciono pronto". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Renato Cisneros

Persistir en mi tozuda decisión de no ver La casa de papel y, por el contrario, esmerarme por descubrir alguna serie de perfil bajo, como El legado de Júpiter, en la que unos superhéroes ya entrados en años viven una discordia familiar al heredarle sus poderes a la siguiente generación. Nadie la vio, nadie me la comentó, nadie la ubicó en su ranking del año pasado. Por eso me gustó más.

Quitarle algunos niveles a ese par de Torres Gemelas hechas de libros pendientes que se levantan sobre mi escritorio y prometen atravesar el techo si no reacciono pronto. Con ese mismo fin, aprender a abandonar, a no dar segundas oportunidades a libros que no consigan modificar mi estado de ánimo en las primeras veinte páginas.

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Volver a Madrid y retomar la natación, el jogging, el ci­clismo, si no para recuperar el estado atlético del que solía jactarme una década atrás, al menos para bajar los seguros cinco kilos ganados durante mi estancia en Lima, donde las comidas –y en especial las bebidas– han jugado un rol preocupantemente estelar.

Reunir disciplina y energía para lograr escribir esa nove­la sobre fronteras, territorios y lealtades, sobre misiones y casualidades. Novela que un día empecé segurísimo de que se trataba de una historia aje­na, disociada por completo de mi experiencia personal, para luego, al cabo de un tiempo, descubrir lo íntimamente li­gadas que están.

Entrar más al cine y menos al Twitter. Visitar más teatros, más playas, más chinganas; menos escaparates, menos clu­bes, menos cementerios. Someterme a una endosco­pia, colonoscopia y enterosco­pia para descartar cualquier anomalía en mi sistema diges­tivo, y así conjurar al fantasma del cáncer de estómago que cada tres o cuatros meses mi mente neurótica convoca sin falta luego de ingerir abundan­tes cantidades de ají.

Ejercer mi derecho a voto el primer domingo de octubre, cuando nos toque elegir alcal­des y autoridades regio­nales, confiando que para ese momento el actual abanico de candidatos al municipio de Lima haya sufrido una considerable mejoría. De lo contrario, seguir protestando a través del voto nulo.

COMPARTE: Cuando piensas en volver, por Renato Cisneros

Eludir las variantes de covid que vayan a surgir administrándome las dosis de refuerzo que hagan falta; todo con tal de no volver a sufrir un confinamiento similar al de julio del 2021, cuando fui al­canzado por la variante delta en medio de una animada ter­tulia posfutbolística en un bar del barrio de Chueca.

Decir más veces que no. No quiero. No, gracias. No puedo. No me interesa. No soy el indi­cado. No tengo. No estoy. No sé. Y decir menos veces supongo, intuyo, me parece, sospecho, creo, todo indicaría que.

Visitar la casa de mis amigos más que sus aburridos perfi­les de Facebook. Devolver las llamadas, contestar los mails. Ejercitarme en el peliagudo arte de la puntualidad. Premiar a los artistas callejeros que se rajan el lomo a la misma edad en que tú estabas repantigado en la sala de tu casa viendo El festival de robots, devorando inconta­bles cachitos con mantequilla.

Tentar la nacionalidad espa­ñola, no solo por las ventajas del pasaporte europeo sino porque, próximo a cumplir siete años viviendo allá y con una hija pequeña que se pone “chaque­tas”, “bañadores”, “calcetines”; come “aguacates”, “bananas”, “patatas”; y dice “qué guay”, “qué chulo” y “qué mono”, sien­to que ya es momento.

Tratar en lo posible de ocupar las madrugadas en pasatiempos más edificantes que ver las re­peticiones de Risas y salsa o las traumáticas eliminatorias mundialistas de los años noven­ta; por ejemplo, adentrándome en la prosa de Maggie O’Farrell como quien se aproxima a un mar picado.

Por lo demás, abolir toda solemnidad, celebrar a los amigos —los vitales, los to­lerantes, los intensos— y no desear otra suerte, otra voz ni otro destino. //

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