Renato Cisneros

El avión está a punto de aterrizar en y, a través de la ventana, me deleito con las cimas nevadas de la Cordillera. De golpe vienen a mi mente escenas de la primer vez que vine a esta ciudad, en noviembre del 2005. Cómo olvidarlo. Me enviaron de este diario para cubrir la detención de Alberto Fujimori en la capital chilena. La noticia se supo un domingo. Mi editora, Dalia Sarmiento, salió de la reunión de emergencia que se convocó apenas conocidos los hechos, se dirigió hasta mi escritorio y se dirigió a mí con un tono perentorio: “Te vas a Chile. Anda a tu casa, haz una maleta y corre al aeropuerto. El vuelo sale en cuatro horas”.

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Mientras apagaba la computadora para retirarme, algunos colegas desfilaron a mi lado para desearme suerte y alcanzarme consejos. Es una gran comisión. Qué buena oportunidad. Manda toda la información que puedas. Mantente siempre comunicado. De todas las palabras de aliento que recibí, las más útiles me las proporcionó el viejo Mariano Hernández, el Gato Hernández: Provecho con los viáticos, no devuelvas un mango.

Me despedí de la redacción en medio de una espontánea pero exagerada aclamación. Por un momento sentí que estaba partiendo, no rumbo a Chile, sino a la Luna. No lo niego: me entusiasmaba la idea de viajar y cubrir el tema Fujimori, pero en ese instante lo único que pensaba era que me perdería la fiesta del fin de semana y el almuerzo de ex alumnos del colegio.

En el aeropuerto me encontré con Gino Chapana, el fotógrafo asignado a la comisión. Al momento de registrarnos, al cotejar nuestros datos, la señorita del counter nos informó que viajaríamos en primera clase. «Su empresa ha sacado los pasajes en business», comentó. Los dos nos miramos incrédulos.

Una vez en el avión, apoltronados en esos mullidos asientos-cama, convencidos de que pasarían mucho lustros antes de volver a viajar con tanta categoría, decidimos aprovechar hasta la última gollería disponible. Comimos todos los platos y nos administramos ríos de Etiqueta Negra, champaña y vino tinto. Las dos horas y media se nos pasaron rapidísimo. En medio del entusiasmo etílico, maldijimos a Fujimori por haberse fugado tan cerca.

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Al momento de bajar, Gino me dijo: «No sabes la cara de zampado que tienes». De inmediato le propuse ir al hotel, necesitaba pegarme un duchazo y cambiarme de ropa: mi buzo de Italia 90 era muy cómodo para viajar, pero no era el atuendo periodístico más adecuado. «¿Estás loco?», me dijo Gino, «al Chino lo van a trasladar en cualquier momento, no puedo perderme esa foto». Tenía razón.

Abordamos un taxi rumbo a la Escuela de Policía y cuando llegamos, nada más descender del auto, nos vimos rodeados por un enjambre de periodistas de diferentes nacionalidades que nos hostigaba con una artillería de cámaras, micrófonos y grabadoras. Gino y yo éramos los primeros periodistas peruanos en llegar a Santiago, lo cual representaba una comprensible novedad para esa turba de colegas: querían saber cómo se vivía en Perú la captura de Fujimori.

Con la misma astucia con que eludía pagar la cuenta en los bares, Gino se deslizó por debajo de la multitud. Yo intenté hacer lo mismo pero la masa me contuvo. Los periodistas me exigían que respondiese sus preguntas. Eran pirañas insaciables en busca del primer alimento del día. Yo, consciente de mi estado resacoso, solo atiné a cubrirme el rostro como uno de esos ladrones que salen en los noticieros. Tras no pocos forcejeos, decidí acabar con la tortura. Fue entonces cuando, de pie, en el medio de la ciudad de Santiago de Chile, ante las cámaras de la prensa internacional, luciendo el peinado pringoso de un loco del acantilado y portando en el pecho el escudo anacrónico de Italia 90, comencé a soltar un inflamado discurso acerca del daño que le han procurado las dictaduras a la pobre América Latina.

A esa misma hora, en Lima, mi pobre mamá –de la que ni tiempo había tenido de despedirme– zapeaba la tele echada en su cama. De repente, dio con CNN en español, que justo transmitía en vivo y en directo las incidencias del caso Fujimori desde Chile, y se encontró con el primer plano de un rostro que se le hizo extrañamente familiar. En su infinita ingenuidad, llamó a mi hermano para comentarle el gracioso parecido que guardaba conmigo el joven que hablaba en la pantalla.

—Mira, Luis. Ese chico se parece a Rena. Claro que tu hermano es más alto y más guapo.

Mi hermano, con una carcajada de por medio, la puso en vereda de inmediato.

—No se parece, vieja. ¡Es Renato! ¡Está en Chile!

Por la noche, recibí un mail de mi madre donde, después de felicitarme por mi designación periodística, me reprochaba haber hecho me debut televisivo «en pijama y sin peinarte».

Todo eso he recordado mientras el avión descendía lentamente sobre Santiago.

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