El pequeño llega a casa y se queja de bullying en el colegio. Los padres escuchan atentamente el detalle, una mezcla de insultos y hostigamiento, y tratan de reconocer patrones, recordar experiencias. Pronto el padre se convierte en una figura que detesta: el viejo que sermonea pues cree que extrapolar la experiencia propia es una manera de hallar conocimiento. De todas las crueldades que repara la adultez, esta es sin duda la peor.
El truco falla: las dinámicas de barrio de los ochenta no tienen punto de comparación con los grupos de Discord del mundo digital pospandémico. La solución no pasa por peleas en los parques después del timbre de salida, por pecharse en los recreos ni por acertar el insulto más hiriente que desarme al rival. El ejercicio de la masculinidad tóxica como respuesta a la masculinidad tóxica no solo es contraproducente, sino cavernario y mal visto; aquello que haga el niño como respuesta, además, será evaluado por el entorno como un problema de los padres. Tenemos todas las de perder, le dice él a ella.
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Hablan con el colegio: la profesora comenta que existe un sistema de mediación por el cual alumnos mayores se convierten en facilitadores en la resolución de problemas. El padre piensa en ellos como en una suerte de jueces de paz adolescentes y los prejuicios del mundo se vuelcan sobre él: ¿qué forma de precoz madurez necesitarían estos muchachos en pleno revoltijo hormonal para impartir justicia? ¿Y bajo qué sentido de la responsabilidad delegamos en ellos lo que nosotros no podemos resolver? El padre se siente anticuado, como una llave inglesa, vieja y oxidada, ante una laptop de última generación.
Ha decidido llamar al padre del niño. Lo conoce, casi son amigos. Piensa, con ingenuidad, que dos personas razonables deberían ser capaces de conversar un problema hasta un punto de conciliación. Nuevo error. En la versión ajena, el bullying ocurre al revés y ninguno de los dos está listo para el versus. Pronto ambos se convierten en extensiones del duelo infantil y tratan de argumentar para favorecer tal o cual posición. Demoran en notar el punto muerto: ningún padre se expondrá a reconocer ante otro que su hijo ha hecho algo mal. No están equipados con los recursos emocionales para ello. Se espera que la paternidad sea un manto de protección infinito. Tengo pruebas, dice uno, en un intento de ganar la discusión. Y cuando el otro va a replicar lo propio cae en cuenta del sinsentido: esto no es un juicio, los chicos no son delincuentes, no hacen falta testigos, ni evidencia, ni alegatos. De nada sirve tener la razón.
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El padre piensa: crecer, en un sentido básico, es el ejercicio gradual de entender tu lugar en el mundo sin ayuda de tus padres (aprender a estar solo, decía Franzen). Y nada mejor para ello que poder afirmarte, aunque sea un poco, aunque sea desde la toma de conciencia de tu cuerpo, y más si en el proceso se adquiere sabiduría. Watanabe viene en ayuda: “Su enemigo ataca con movimientos de animales/ agresivos/ y el maestro los replica/ en su carne: tigre, águila o serpiente van sucediéndose/ en la infinita coreografía de evitamientos y desplantes./ Ninguno vence nunca, ni él ni él,/ y mañana volverán a enfrentarse./ –Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario/ cuando danzo– me dice el maestro./ Y niega, muy chino, y sólo dice: él me hace danzar a mí”.
¡Amor! El padre levanta la voz para que se escuche en la otra pieza. ¿Cuándo comienzan las clases de kung fu? //
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