No soy de los radicales que piensa que no se puede dialogar con el fujimorismo. Por el contrario, creo que hay que oír a sus representantes cuantas veces sea necesario para intentar comprender su lógica, sus métodos, su forma de proceder. En los últimos meses, en la tele y la radio, he conversado con algunos militantes o simpatizantes de Fuerza Popular y en más de una ocasión me he sorprendido sintonizando con ellos. ¿Cómo así? Escuchándolos sin prejuicios. Mi tío, el maestro Luis Jaime Cisneros, decía: “Aun en lo más remoto y oscuro de la conversación ajena hay algo recuperable, algo importante; que al fin y al cabo te beneficia. Al escuchar descubres que no eres depositario de la verdad, o de la verdad absoluta. La compartes, a veces, con quienes no tienes idea que tenías algo que compartir, o con quienes estarías dispuesto a negarles todo”.
Sin perjuicio de aquello, debo decir que me hice adulto con el fujimorismo en el poder, así que conozco su esencia. Cuando Fujimori ganó las elecciones de 1990, yo tenía 14 años y ya había cumplido 24 cuando renunció por fax, es decir que muchas experiencias biográficamente claves –cumplir la mayoría de edad, votar, ingresar y egresar de la universidad, los primeros amores y desamores, los trabajos y rechazos laborales, vivir la orfandad, conocer el extranjero– me ocurrieron durante aquel prolongado régimen, que arrancó en democracia y acabó en dictadura, imprimiéndole a la sociedad peruana una dinámica pragmática, técnica, competitiva, muy poco interesada en los asuntos cívicos, ni qué decir de los derechos humanos.
Hago este preámbulo porque este año viene siendo históricamente trágico para el fujimorismo y todos aquellos que lo hemos visto de cerca desde el principio no podemos pasar esta debacle por alto.
Si le aplicáramos al partido naranja la célebre pregunta de Conversación en La Catedral circunscribiéndonos a este 2018, quizá estaríamos de acuerdo en señalar que el fujimorismo se jodió el 5 de enero, cuando Alberto Fujimori salió libre de la clínica tras ser indultado por PPK. La polémica medida, que parecía empoderar al fujimorismo, acabó hundiéndolo. Al indulto le siguió (o antecedió, según se mire) el divorcio material de los hermanos Keiko y Kenji: la primera, preocupada por las posibles interferencias de su padre en su proyecto electoral; el segundo, obsesionado con verlo libre. El cisma fraternal debilitó a la bancada de Fuerza Popular y puso en evidencia –Mamani Producciones mediante– que los métodos de Montesinos gozaban de una inesperada buena salud.
Pero hasta ahí, mal que bien, ‘la fuerza número 1’, liberada ya de los complicados ‘Avengers’, supo sobrevivir en función de su número de curules y sus negados blindajes al fiscal Chávarry, el juez Hinostroza y el congresista Becerril. Sin embargo, esta ‘mala’ racha reciente –que arrancó con la revocación del indulto al patriarca, pasó por los paupérrimos resultados de la última elección municipal-regional y acabó (¿acabó?) con la detención preliminar de Keiko Fujimori– ha dejado al partido de los múltiples nombres en una situación comatosa que, por supuesto, sus representantes no reconocerán, entre otras cosas porque están convencidos de que ‘la depresión es para perdedores’.
En una entrevista de hace unos meses, el periodista César Hildebrandt me dijo: “En 30 años nadie se acordará del fujimorismo”. Cuando la oí, la afirmación me pareció exagerada; sin embargo, hoy, a la luz de los últimos acontecimientos judiciales y políticos, la frase cobra un tono premonitorio.
Sería temerario anunciar el fin de una tendencia política de derecha que lleva casi 30 años vigente, polarizando al país, y que durante ese lapso ha colocado en el Parlamento a cientos de representantes, pero no cabe duda alguna de que en estos últimos meses, en especial esta última semana, hemos asistido al fin de algo estructural del fujimorismo. Tal vez los más jóvenes puedan reinventarse, pero a estas alturas es obvio que su raíz lleva tiempo podrida y que toca arrancarla de cuajo, o morir con ella. //