Rechazar el sabor que nace de estos animales puede ser la fiel muestra del poco gusto y del tacto.
Rechazar el sabor que nace de estos animales puede ser la fiel muestra del poco gusto y del tacto.
Jaime Bedoya

Con más entusiasmo que historia es posible imaginar el rosado hocico de un cerdo asomando desde la pútrida cubierta de una carabela española. Olfatea tierra firme. El capitán del navío es un genovés de nombre Cristóbal Colón.

Esta extrapolación documental continúa treinta y pico años después en las ardientes arenas de la isla del Gallo. Trece pares de piernas cruzan la raya hecha por un criador de puercos de Extremadura, don Francisco Pizarro. En ese paso se arriesga lo que de vida queda en nombre del oro. Cruzan la misma raya cuatro pezuñas esbeltas y ligeritas: las del primer chancho rumbo al ignoto Imperio de los incas.

Lonjas de carne de cerdo ibérico fueron informal moneda de intercambio entre conquistadores muertos de hambre y sorprendidos incas. De un lado chancho, del otro papa y camote. Los dominios chancheriles en el Viejo Mundo, rastreables hasta el neolítico, se extendían desde el Atlántico francés hasta las orillas chinas del Pacífico. La civilización humana tuvo siempre en el chancho un rendidor y modesto acompañante.

Lonjas de carne de cerdo ibérico fueron informal moneda de intercambio entre conquistadores muertos de hambre y sorprendidos incas. De un lado chancho, del otro papa y camote. Los dominios chancheriles en el Viejo Mundo, rastreables hasta el neolítico, se extendían desde el Atlántico francés hasta las orillas chinas del Pacífico. La civilización humana tuvo siempre en el chancho un rendidor y modesto acompañante.

En el Perú el regordete animal fue punto de encuentro de una sabrosa sinergia. Nuestros antepasados le llamaron en quechua cuchi, bisílabo que remite al afecto íntimo cuando repetido: cuchi cuchi. Y, cuando los primeros esclavos negros trajeron a tierras peruanas los usos caribeños para procurar manteca friendo sus carnes a altas temperaturas, crearon un manjar transoceánico. La onomatopeya de la grasa botando su mejor sabor, chiiiiii chiiiii, bautizó ese gozo grasoso como chicharrón.

La travesía milenaria del chicharrón lo vuelve un pedazo comestible de peruanidad. Iberia, Ande, África y Oriente —que luego se especializaría en su crianza y cocción*— se resumen en una sola masticada.

Ingerirlo es comulgar con la mezcla que nos hace únicos. Y de esa ingesta, además del ADN telúrico**, se aprovecha una sana dosis de vitamina B que cura neuronas y apacigua nervios. Su contenido de potasio, fósforo y zinc añade antioxidantes que además dan buen trato a la próstata, esa caprichosa contingencia.

Lo expuesto confirma que rechazar un pan con chicharrón es un equívoco con consecuencias que abarcan más cosas entre cielo y tierra de las que entiende la filosofía***. Para algunos el gesto es una clara señal de solipsismo, de la incapacidad de reconocerse en el otro en virtud de un narcisismo olímpico. Para otros su rechazo es solo falta de apetito.

El riesgo es que quien se prive de chicharrón se prive del sentido del gusto. Y el del tacto. Eso explica esa tendencia insufrible de quienes en un bautizo quieren ser el bebé; en una boda, la novia, y en un velorio, el fallecido.

Añade insulto a la injuria cuando esta concentración egocéntrica se hace a través de un discurso falaz que confunde oportunidad con oportunismo, justicia con mafia, un metro de encaje negro con otra cosa. O, en términos culinarios, confunde chancho al palo con langoy.

Viva humilde, viva feliz: coma chicharrón.

* Vaya un cordial saludo para don Félix Yong, factótum de ese templo del sabor que es la chicharronería El Chinito.
** No olvidar que el tercer sábado de junio es el Día del Chicharrón
de Chancho Peruano (sic).
*** Vaya otro cordial saludo para doña Lidia Cisneros, reina del chicharrón en Cañete (calle 2 de Mayo 349 ), por cumplir la misión que el destino le impuso.

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