Renato Cisneros

Escribo esta columna preguntándome si valdrá la pena comentar una película que quizá nadie recuerde y que, con seguridad, nadie correrá a buscar al terminar de leer este texto. No importa, igual me empeño en rescatarla del olvido. La volví a ver hace unos días y me resultó más reveladora que la primera vez, más digna de comentar, reseñar, compartir.

La película es «Mandarinas». La historia tiene como escenario de fondo un poblado de Estonia, en el marco de la guerra civil georgiana. Año 1992. El cielo, como en todo conflicto bélico –al menos, todo conflicto bélico llevado al cine–, es gris. Los georgianos y los separatistas de Abjasia llevan meses enfrentándose; estos últimos cuentan con el apoyo de los chechenos.

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De pronto conocemos a Ivo, un carpintero de unos setenta años que se dedica a confeccionar cajas para las mandarinas que cosecha su vecino, Marcus. Ellos son los únicos que continúan viviendo en la zona: los demás han corrido a refugiarse a Estonia o han sido víctimas del fuego cruzado. Aunque las continuas explosiones los obligan a evaluar diariamente su permanencia en ese territorio en disputa, los vecinos demoran su partida: aman esa tierra, es la tierra que trabajan, donde han levantado sus casas y enterrado a sus muertos. Si vale la pena perder la vida en algún lugar, es allí.

Una mañana oyen una detonación brutal en las inmediaciones de las montañas irregulares que conforman su vecindario. Guiados por las paredes de humo, llegan al punto del incidente y encuentran un reguero de cuerpos y una furgoneta calcinada. Todo indica que el vehículo ha sido emboscado. En el suelo, hay solo dos sobrevivientes: un checheno y un georgiano. Instintivamente, Ivo ordena a Marcus enterrar los cadáveres y ayudarlo a trasladar a los moribundos a su casa.

Ahmed, el checheno, y Niko, el georgiano, empiezan a recuperarse de sus heridas y lesiones gracias a las atenciones del viejo Ivo. Aislados en cuartos distintos, no sospechan que duermen cerca el uno del otro. Cuando lo descubren, su primer impulso es aniquilarse. Tienen ganas de hacerse añicos, de clavarse los cuchillos de la cocina o de envenenarse, pero están tan débiles que apenas si pueden sostenerse en pie. Ivo, entonces, interviene a la manera de un árbitro severo para contenerlos y advertirles que, mientras estén allí, bajo su techo, no pueden hacerse daño. «Si quieren, mátense afuera», los conmina, con la autoridad que le confiere el haberles salvado la vida.

Ahmed y Niko se ven obligados a mantener una tregua durante la cual se dedican a estudiar los movimientos del otro sin olvidar su condición adversaria. Se insultan, discuten, gruñen, se exasperan, pero no se tocan. Los vemos compartir a regañadientes el alimento, el fuego, la música, la incertidumbre, el miedo. No sabemos cuál de los dos será el primero en romper el pacto de no agresión que su anfitrión les ha impuesto: si el checheno –que además de miliciano es actor de teatro y parece haberse enamorado de la nieta de Ivo, cuya fotografía en la sala no se cansa de contemplar– o el georgiano, quien, en un inesperado arranque de solidaridad, ofrece su dinero a Marcus, el hombre de las mandarinas, luego de que una bomba destruyera su casa y su cosecha.

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Los enemigos van perdiendo paulatinamente las capas de salvajismo y barbarie con que la guerra los había arropado. Del centro mismo de su rivalidad más encarnizada surge, lenta, una percepción no estigmatizada del otro y, junto con ella, la posibilidad de identificarse con el mismo sujeto al que días atrás detestaban o creían detestar. Cuando al cabo de unos días surge del exterior un enemigo violento que atenta contra ellos, los rivales se convierten en aliados y se defienden como solo lo harían dos hermanos de sangre.

Se me hizo imposible no asociar «Mandarinas» con la polarización que hoy se vive en el Perú, y pensé que cuando dos enemigos tenaces —desarmados, limitados físicamente, reunidos por las circunstancias— se ven forzados a intercambiar experiencias vitales, el odio queda neutralizado, y entonces la guerra aparece como lo que es: la pérdida de tiempo más absurda jamás inventada. //

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