Conozco el Monumental desde que era un baldío cercado por adobes del cual sobresalía un letrero oxidado que anunciaba su construcción. Cubrí para DT de El Comercio el proceso, por momentos tortuoso, desde que el sueño se empezó a convertir en ladrillo. Por eso el 2 de julio del 2000 estuve en sus tribunas, emocionado de ser parte de un momento histórico.
Sin embargo, ese día, cuando solo debimos ser felices, recuerdo también que las cosas no salieron bien. Que mientras celebrábamos los goles de Esidio y Alva, miles pugnaban por entrar con sus boletos en mano. Que la seguridad, más que laxa, fue negligente, y de eso se aprovecharon los malandros de siempre para manchar la celebración.
Desde ese momento, mi relación con el Monumental ha sido de amor y rechazo. Como todo hincha, allí he gritado goles hasta casi derramar lágrimas. He sufrido, gritado y sido feliz.
Pero no puedo olvidar que la maldita deuda que mantiene a Universitario en el filo nació tras la persecución de ese sueño. Que ese coliseo maravilloso que esta tarde le presentamos al mundo ha sido la causa de la precariedad institucional que ha convertido al club en presa de tiburones, mejor conocidos como ‘administradores temporales’ en la jerga concursal.
Pese a todo, hoy que albergará una final de Copa Libertadores, el evento premium del fútbol continental, no puedo más que sentirme orgulloso. Es como la graduación formal de su grandeza ante el público internacional. La concreción de que la U no solo cumplió un viejo sueño, no. Le dio al Perú otro motivo para sacar pecho y sentirse orgulloso. En buena síntesis, la casa del club más importante del Perú será escenario de un momento único. Y eso no lo olvidaré jamás.