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Jaime Bedoya

El género de buenas noticias siempre fue visto como un oficio menor. Una categoría impregnada de buenismo irrelevante, un arte para el disfrute de noños. Pero ahora que se vegeta, o se simula hacerlo, con la monocorde voz presidencial de fondo dando cuenta del número diario de fallecidos como fantasmas del dolor ajeno, cualquier suceso no mortuorio es recibido con alivio. Un espontáneo optimismo biológico ha revalorado las buenas intenciones. Perseverar ante la muerte.

Esta situación abre un nuevo dilema. ¿Es realmente útil el optimismo, o se trata de un autoengaño irritante y de consecuencias peligrosas? Al mismo tiempo, su némesis natural, el pesimismo, ¿es fuente de precaución necesaria o es un freno de mano emocional a conservar las ganas de vivir? Así estamos. Entre la atractiva oscuridad de Daria Morgendoffer y la bonhomía pateable de Bob Esponja.

El optimismo es menos glamoroso que su rival: no tiene dientes, no muerde. Pero mejores resultados reales lo favorecen. Aumenta la expectativa de vida y reduce el tiempo de recuperación ante enfermedades. Pero al minimizar riesgos suele convertir a sus más entusiastas seguidores en pollos sin cabeza que corren a ciegas hacia el Norkys más cercano. Además tienta a sus cultores a derrapar en las resbaladizas pistas del narcisismo. Así se forjan los gurúes de las pastillas para la moral y otras maneras de la auto gratificación ejemplar. El maestro Paulo Coelho tiene la palabra.

El pesimismo, tal como lo advierte la definición clásica, supone un grado mayor de información (a veces obsesivo) que su contraparte. Este conocimiento ampliado de lo terrible, sustentado en la irrefutable teoría de que todo podría estar peor, debería ayudar a priorizar mejor los comportamientos. Debería, porque siendo (precisamente) pesimista la mayoría de las veces solo ayuda a desarrollar una impotencia sistemática ante la adversidad. Como valor agregado ayuda a perder amigos con rapidez.

Ningún extremo existe sin su contraparte. Lo vemos tanto en Líbido como en la igualmente improductiva disputa entre el Congreso y el Ejecutivo. En sus fronteras comparten un terreno gris de animosidad colaborativa. En este caso esto se revela en la historia real del fabricante local de puertas que ante la nula demanda temporal de sus productos decidió cambiar de giro y se puso a hacer ataúdes. Ahora su negocio florece promisoriamente. ¿Esto califica como una buena noticia? Al menos la coherencia metafórica está resuelta. Visto funcionalmente un ataúd cierra la última puerta rumbo al más allá. O no, dirían Drácula y ese alcalde que se escondió borracho dentro de uno al ser sorprendido burlando la cuarentena.

La misma ambigüedad de jurisdicciones se repite en la idea generalizada de que la cuarentena es el momento ideal para sacarle provecho a la vida, un paréntesis de superación personal propiciado oportunamente por el destino. Mientras miles de personas mueren en el mundo al día, ¡es el momento ideal para aprender a tocar piano en mi celular ¡ Escalofriante carpe diem.

Si la definición de un pesimista es un optimista informado, entonces un pesimista informado debería volver a ser un optimista, pero con reservas. Desear lo mejor pero esperar lo peor, como dicen los desactivadores de bombas al cortar el alambrito azul. Esa combinación improbable de opuestos, coctel de agua y aceite, lo encontró resumido Jean - Claude Carriere en ese compendio de cuentos sabios y charlatanes al mismo tiempo que es El círculo de los mentirosos. En sus páginas se lee esta pequeña historia:

“Un amigo preguntó a otro que qué hacía de la mañana a la noche. Contestó que buscar la manera de no morir. ¿Y lo has conseguido? Por ahora sí”

Suena familiar. //

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