De acuerdo con el mapa virtual elaborado por la Universidad Johns Hopkins, hay días en que el coronavirus mata a una persona cada dos minutos. Al momento de escribir esta columna, ya son más de 20 mil los fallecidos a nivel mundial. No es viable proyectar cuántos morirán en total, porque no se conoce el número exacto de contagiados en los cinco continentes; sin embargo, el doctor Anthony Fauci, uno de los más reputados infectólogos de Estados Unidos, ha vaticinado que “lo peor está por llegar”.
Perú presenta hoy similar cantidad de infectados que Croacia, Bahréin, Egipto y Panamá, y tantos muertos como Pakistán e Irlanda, aunque las cifras son tan volátiles que obligan a actualizar las estadísticas constantemente.
Algún día se escribirán páginas sobre estos meses del 2020 en que los países, como muy pocas veces en la historia del planeta, se enfrentan en simultáneo a un enemigo común. En su expansión por todos los rincones, el COVID-19 ha difuminado con facilidad las fronteras que los gobernantes cierran como insuficiente medida protectora, dejándonos además lecciones, ojalá duraderas, acerca del estilo de vida que hemos llevado hasta ahora y, sobre todo, del que tendremos que llevar en adelante, en esa otra realidad o nuevo orden que ya está instaurándose frente a nuestro ojos y que regirá del todo una vez que el último de los enfermos reciba el alta.
Cuando esto se detenga, ¿haremos permanentes nuestros actuales hábitos de higiene? ¿Daremos uso regular a guantes y mascarillas? ¿Podremos hacer del teletrabajo, la enseñanza a distancia, los espectáculos desde casa o las presentaciones virtuales métodos consistentes a largo plazo? ¿Occidente aceptará la “vigilancia digital”, que tan bien ha funcionado para controlar la pandemia en China, Taiwán, Singapur o Corea del Sur, como ha descrito el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en El País? No es posible desde este presente convertido en endeble signo de interrogación vislumbrar el futuro, pero sin duda nuestro comportamiento debe ser lo menos errático y lo más responsable posible. El escritor israelí Yval Noah Harari ha sintetizado correctamente ese desafío en su comentado artículo de The Financial Times: “Las decisiones que tomen los Gobiernos y pueblos en las próximas semanas probablemente darán forma al mundo que tendremos en los próximos años”.
También cabe preguntarse cómo repercutirá en nuestras relaciones de mañana la inmovilidad forzada, la suspensión de actividades que creíamos imprescindibles, la imposibilidad de tocarnos, la por momentos apremiante convivencia doméstica, la conversación monotemática acerca de un virus cuyo antídoto, afirman los expertos, tardará un año y medio en estar listo. “No estamos preparados culturalmente para pensar el estancamiento a largo plazo”, ha opinado el filósofo italiano Franco Berardi en El Mostrador de Chile, “no estamos preparados para pensar la frugalidad, el compartir. No estamos preparados para disociar el placer del consumo”.
Parafraseándolo, ¿estamos preparados para resarcir del histórico maltrato social a los médicos que hoy salen de casa a librar una guerra de la cual volver ileso es imposible? A ellos les toca trabajar sin suficiente material protector, en unidades de cuidados intensivos congestionadas de pacientes sedados, entubados, cableados, varios de ellos con los pulmones inservibles, la mayoría completamente solos. Así ocurre en España y muy pronto sucederá en Perú. Hay que pensar en esos médicos, que tienen que decidir quién será el próximo paciente al que dejarán morir por falta de camas y respiradores, para entender claramente que hay gente que no volverá a ser la misma.
Las personas están muriendo con unas neumonías espantosas, el aire para ellos se volvió, literalmente, irrespirable. Todo lo contrario sucede con los animales, que de pronto asoman allí donde antes se sentían inseguros. ¿Cómo nos modificará ese fenómeno? ¿O la tragedia de ver caer como moscas a nuestros ancianos, aquellos que preservan la memoria de nuestras familias y poblaciones? Con ellos también se nos está muriendo el pasado. ¿Cómo nos afectará no poder despedirnos de ellos, renunciar a los velorios, aceptar que los cadáveres de nuestros muertos sean desinfectados y depositados en bolsas sanitarias antes de ser incinerados, como ordena la Organización Mundial de la Salud para estos casos?
Algún día, insisto, se escribirá sobre este año que viene revelándonos una dimensión completamente desconocida de nuestra experiencia como seres humanos. Entonces todo nos parecerá una inconcebible mentira. Pero todo, absolutamente todo habrá sido verdad. //
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