C me ha invitado a pescar. Mejor dicho, me ha invitado a acompañarlo a pescar. Yo no pesco. Siempre me ha parecido una actividad que acarrea una logística demasiado compleja, aunque reconozco lo literario de su puesta en escena: un hombre, el mar o el río, un gran pez merodeando.
Con C coincido cada año, durante las vacaciones del verano europeo que organizan nuestras esposas, las hermanas F. Esta vez hemos venido a una isla, en España.
Técnicamente, C y yo somos “concuñados”, pero ese término no nos representa, tan solo define nuestro tipo de parentesco.
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Tampoco sé si deberíamos llamarnos “amigos”, pues, como dije, nos encontramos ocasionalmente y el resto del año casi no mantenemos comunicación (fuera de fugaces intercambios de emoticones en un chat familiar); sin embargo, en muchas de las conversaciones que solemos tener cuando nos ve-mos se establece, de forma paulatina y natural, un tipo de hermandad que eleva los estándares de nuestra relación.
C es pediatra, libanés, vive en Ginebra, cocina pan artesanal, bebe con moderación y, claro, pesca. Lo hace desde niño. Su padre le enseñó en Líbano, en el mar de la antigua ciudad de Byblos, donde esperaban con avidez la aparición del pez más deseado de la región, el ‘Sultán Ibrahim’, y continuaron el ritual juntos incluso después de que sus padres se divorciaron. En varias de esas jornadas –me cuenta C una vez que nos detenemos en un desfiladero y abre su estuche con los aparejos de pesca–, su padre se mantenía en un silencio impenetrable, sin explicar por qué se había marchado de casa, comunicándose solo a través del inescrutable lenguaje de los pescadores.
A lo lejos, navegando un pequeño bote, divisamos a un hombre solitario, o la silueta de un hombre solitario, que ha tendido su caña. Imposible no asociarlo con el anciano Santiago, el protagonista de El Viejo y el mar, a la espera del porfiado pez espada; o con otro personaje de Hemingway, Nick Adams, el cazador de truchas de ese magnífico relato que es “El gran río de dos corazones”.
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Sin dejar de conversar sobre los hijos, las hermanas F, la juventud que quedó atrás y la resignación con que uno va olvidándose de ciertos sueños, C ensarta un nuevo gusano en el anzuelo y me indica cómo lanzar la caña y tensar el sedal a la espera de que, allá abajo, algún pescado muerda la carnada. Sé de antemano que no extraeré ni un manojo de algas, pero me dejo llevar por la epifanía del momento y porque de repente intuyo que lo extraordinario de pescar no consiste en la pesca en sí, sino en lo que sucede mientras tanto, ese pacífico ejercicio de contemplación, paciencia y quietud.
Claro que esa impresión se desdibuja al instante apenas siento las rápidas vibraciones de la caña. Claramente hay una criatura viva jaloneando del otro lado del nylon. C, que no ha pescado nada hasta el momento, me mira incrédulo y me insta a girar la manivela del carrete lo más rápido posible; así que ahí estoy, un neófito en la materia, girando la macana como si mi futuro dependiera de eso. Por el esfuerzo que me demanda, calculo que se trata de un pez de gran tamaño, acaso una merluza, un mero o una barracuda. Pienso en el festín que nos daremos durante la cena. El animal se resiste, así que tiro de la caña con más energía. Es un duelo de poder a poder. C me orienta sin perder el asombro por lo que es un palmario caso de “suerte de principiante”.
De la nada su rostro compone un gesto de decepción cuando advierte que se trata tan solo de una mojarra de ocho centímetros, un Diplodus vulgaris; según los entendidos, uno de los peces más pequeños del Mediterráneo. “Con esto no alcanza ni para dos makis”, me dice C y a continuación lo des-cuelga del anzuelo para devolverlo al mar.
Al final de la tarde volvemos al hotel sin cosecha, pero riendo como se ríen dos viejos camaradas, conscientes de lo mucho que vale la pena esa única vez al año en que nos encontramos. //