Aún me acuerdo de esa oración que tuvimos que aprender mis amigas y yo para hacer nuestra Primera Comunión. No era la primera vez que nos aprendíamos una: estudiábamos en un colegio de monjas, así que nuestra vida escolar estuvo llena de oraciones, el “Angelus” al mediodía y villancicos. Pero esa oración en particular, en la que tenía que darme golpes en el pecho tres veces al compás de “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, siempre llamó mi atención. Sobre todo cuando iba a misa y veía cómo muchos cerraban los ojos, quizá intentando recordar en qué pecado habían incurrido.
Tengo que confesar que me encantaba fantasear con qué pecado habría cometido el señor de adelante o el sacerdote que tenía al frente. Pero rápidamente recordaba que quizás yo también estaba pecando con el pensamiento: me sentía culposa y trataba de pensar en otra cosa. Sin embargo, a medida que crecemos, nuestra relación con la culpa va cambiando. Es inevitable herir a alguien o que nos hieran; darnos tres golpes en el pecho no es suficiente y una oración no va a aliviar esa sensación de deuda emocional que nos corroe por dentro, sea porque debemos o nos deben algo y muchas veces sentimos o nos hacen sentir que el perdón no es suficiente.
El gran problema con la culpa no es sentirla. Es normal y saludable ser conscientes y asumir responsabilidad sobre lo que sucedió. De hecho, un camino de perdón saludable es cuando ambas partes asumen su responsabilidad en aquello que sucedió porque siempre participamos en menor o mayor medida en aquello que nos ocurre. Reconocerlo y aceptarlo nos lleva a un perdón mutuo y sano.
El real problema es, aunque resulta inverosímil, usar la culpa como imán, escudo o vitamina para nuestras relaciones. Imán, porque la culpa mal llevada puede someternos, controlarnos y esclavizarnos frente a nuestro potencial agraviado. La culpa puede ser un sentimiento incluso más fuerte que el amor en una relación de pareja, amical o fraternal. De allí su enorme peligro porque es fácil confundirla y normalizarla. Pensándolo bien, esa culpa nos vuelve hasta soberbios porque pensamos que la otra persona no se merece más que tu sentimiento culposo disfrazado de amor.
Pero la culpa también puede convertirse en un escudo para poder justificar el quedarnos estancados y atribuirle la responsabilidad a terceros, cuando en realidad lo que tenemos es miedo a avanzar. Todos hemos tenido alguna herida en nuestra vida, pero hay quienes se la pasan mostrando la carne viva y no están dispuestos a cicatrizarla. La herida es la prueba de haber sido dañado y se convierte en un pase VIP e ilimitado para pulular por la vida quejándonos y señalando a otros.
Cuando vivimos sintiendo culpa aplastamos y destruirmos nuestra autoestima, pero en el fondo es una excusa para no hacernos cargo de mejorar. Tan peligroso como eso es utilizar la culpa como vitamina, por extraño que parezca. Hay quienes encuentran en la culpa del otro el poder perfecto para manipular y se engolosinan con ello. Al final, la ‘víctima’, aquella que siempre está dispuesta a poner cara de gatito de Shrek, se convierte en un victimario que cuando más culpa huele, más se empodera y se comporta como una suerte de cobrador de tarjeta de crédito que no dejará de llamarte, así hayas pagado y con creces.
Por eso, como bien dice el psicólogo y actor Javier Echevarría, es tan importante diferenciar culpa de responsabilidad. La culpa es un sentimiento y la responsabilidad es una acción. La culpa te lleva a una suerte de cárcel psicológica y la responsabilidad te lleva a corregir y hacerte cargo. Además de profundizar sobre la culpa en su libro ‘El poder de la co creación’, Javier hizo una obra hace algunos años llamada ‘El pecado original’. En esta él planteaba tres personajes: la víctima que siempre está señalando con el dedo; el victimario que carga con toda la culpa; y el salvador que con el disfraz de “te salvo” genera relaciones de dependencia. Estoy segura de que mientras me lees, alguno de estos personajes han circulado en algún momento de tu vida o quizás interpretaste a alguno o a más de uno, porque la culpa tiene el poder de hacerte pasar de un rol al otro. Por eso es tan importante no dejarte arrastrar por ella. No permitas que la culpa genere ese caldo de cultivo que pueda llevarte a alimentar relaciones tóxicas y te movilice cual marioneta a tomar acciones y decisiones erradas. Deja de flajelarte pero, sobre todo, no le concedas el látigo a nadie bajo la idea absurda de ser castigado. A la culpa, como al mar, no hay que tenerle miedo pero sí mucho respeto. //