Nunca fui una persona muy acuática, pero ha sido el agua mi gran aliada en cuanto a vencer miedos se trata. Durante muchos años estos dominaron literalmente mi vida: “¿qué pensarán de mí?”, “¿qué voy a hacer?”, “¿puedo enfrentarme a las cosas difíciles que me toquen?”, “¿me enfermaré?”. La acumulación de temores, más la ansiedad absolutamente desbordada, fue una fórmula infalible para enfermar a mi sistema nervioso por largos periodos de tiempo.
Así, para ayudarme a vencer los ataques de pánico, decidí, entre muchas otras cosas, seguir una terapia: meterme al mar a surfear. Tenía 27 años y ganas de enfrentarme a todos mis demonios, así que llame a un profesor para que me diera clases particulares. Creo que nada me ha costado tanto como el surf: el físico, el frío, el miedo al capricho de las olas. Pero, a su vez, creo que nada me generaba tanta paz como el contacto con el mar. De hecho, después de una sesión de surf, la sensación integral de bienestar solo puede ser resumida como plenitud total. Lamentablemente, me vi obligada a abandonar la práctica porque tuve un accidente dentro del océano que dejó secuelas psicosomáticas y dolores de barriga cada vez que entraba al agua. La calma total antes de ello, no obstante, vaya que la recuerdo bien. Y no la había vuelto a sentir, de hecho, hasta esta semana.
Había perdido una entrevista en Radio Capital porque el tráfico de Lima es una pesadilla absoluta. Me quedé atrapada en la Javier Prado sin llegar a mi destino. Literalmente, explotaba después de una hora y media de manejar a la deriva. Entonces, en vez de regresar a mi hogar, decidí hacer caso a una invitación que me había llegado hace un par de semanas. Esta provenía de la academia de natación Johnny Bello, lugar en el que en algún tiempo no muy pasado y remoto matriculé a mis hijos para que naden.
La academia quería invitarme a nadar solo para que yo pueda contar mi experiencia y los beneficios que se puede encontrar con ese deporte. Me dije: al agua, pato (o en mi caso, ‘pollo’, pues así me dicen de cariño en casa).
Comencé, entonces, la nueva disciplina con un entusiasmo sin precedentes hasta la primera clase: salí congelada a los 35 minutos, hiperventilada (no estoy acostumbrada a respirar por la boca; en el yoga, la mayoría de ejercicios de respiración son por la nariz) y hecha polvo. A mi lado, señoras de generaciones mayores completaban su rutina sin una sola queja.
Las dos siguientes clases, un poco más de lo mismo: frío, mucho frío, y dificultad para cumplir la rutina, tanto así que, como adivina del futuro, me repetía a mís misma: en invierno, no lo logro.
Pero ¿qué cosa en la vida no necesita de adaptación, entrega y constancia?
Para mi cuarta clase, todo cambió. No solo aguanté la hora completa, sino que respiré sincronizando cada movimiento, consciente de cada inhalación y exhalación. Disfruté de ese especial silencio bajo el agua, de esa maravillosa sensación de relajación que produce la flotación y que permite que tu mente simplemente permanezca en calma, desconectada del mundo terrestre, libre de cualquier miedo o preocupación. Terminé orgullosa de mí misma, sin temblar, y salí sonriente y feliz, sin quejas, sin malos humores.
Cuando me trepé en el carro, decidí sentir el calorcito del sol antes de arrancar. Prendí la radio: Bob Marley empezaba a cantar Stir it up... little darlin’… La completa felicidad. //