La violencia en Lima es tan cotidiana que ahora formo parte de un grupo en Facebook donde se comparten los asaltos cometidos en mi distrito. Así puedo estar al tanto de lo que está sucediendo, conocer qué calles son más peligrosas y estar alerta.
En el grupo todos los días se publica algo.
Cada testimonio es más violento que el otro, pero ayer leí una denuncia preocupante.
En la avenida Primavera –cruce con la avenida Velasco Astete–, sujetos vestidos de los personajes de La casa de papel –esa serie española de atracadores en mamelucos rojos con máscaras de Dalí, cargados de rifles de juguete o utilería– hicieron una performance en plena calle hacia los autos que estaban esperando que cambie la luz del semáforo.
De haber estado ahí, hubiese pensado que era un asalto y, del miedo, habría llorado.
Alguien tuvo la valentía de tomarles fotos y denunciarlos en el foro.
Todos los vecinos quedaron claramente indignados con el peligro que representa jugar al enmascarado con arma –falsa o no– en mano. Nada más incoherente que jugar con los nervios de una ciudad que vive en amenaza constante y real.
¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Qué pasa si somos nosotros los siguientes? Sé que es duro ponernos imaginariamente en situaciones complicadas, pero es sabio prever. Como el valor de la vida para estos delincuentes es inexistente, tenemos que aceptar aunque reneguemos de nuestra pésima mala suerte, que si algún día nos vemos en esa situación, tendremos que evitar resistirnos y entender que lo material no es comparable a nuestra integridad o vida.
Hace algunos años me asaltaron en la calle donde se ubica mi casa. Estaba dentro del auto con mi esposo de piloto, ambos con las ventanas abiertas. Un auto que llegó en contra se estacionó frente al nuestro. Como esperábamos a un amigo, no nos sorprendimos hasta que se bajaron dos hombres con gorro estilo béisbol, cada uno con una pistola, y nos encañonaron a ambos para robarnos.
Durante largo tiempo después del asalto estuve en shock, llorando como histérica.
No pude manejar por varios días por temor a que me asaltasen.
Tardé en recuperarme de ese susto para darme cuenta ahora de que en realidad no puedo sentirme segura.
Tengo que dejar a Antonia en la terapia y en vez de quedarme estacionada algunos minutos que se hacen eternos, doy vueltas a la manzana hasta que sea la hora exacta y puntual. No quiero estar ahí esperando a ser asaltada, gracias.
Hace una semana paseaba con mi perro por el barrio cuando vi que un carro a velocidad lenta iba frenando a la altura donde yo me encontraba. En el carro había cuatro hombres. Se estacionó frente a mí y yo inmediatamente me aproximé al edificio más cercano donde había un guardián parado en la puerta. Le rogué: “Señor, déjeme entrar, por favor, tengo miedo”. Le dije que el carro de al frente con esos hombres era sospechoso para mí y que no quería avanzar más a pie. Empáticamente se ofreció a acompañarme por el trayecto pero rechacé su acto de valentía.
Después de un rato se tomó la molestia de mirar con mayor atención al carro y me dijo: “Señora, no tiene de qué preocuparse: es un taxista de confianza que siempre está por acá. No pasa nada”.
Me sentí mal por haber dado por sentado que me iban a asaltar, pero también comprendí que vivir en Lima actualmente significa eso: estar alerta todo el tiempo. La mala noticia es que cuando estamos en alerta todo el tiempo, la adrenalina y el cortisol nos comienzan a jugar en contra: el sistema nervioso está pendiente, el cuerpo tenso, el corazón a mil, la respiración se agita.
Mi consejo sería que intentemos guardar la calma para actuar con sabiduría. Si perdemos el enfoque y nos dejamos llevar por el miedo y los impulsos, no ganamos nada y ponemos en riesgo mucho. //