1. Hacía mucho tiempo que no me tocaba pasar Fiestas Patrias lejos del Perú. En los últimos años, pese a vivir fuera, siempre volvía en julio, ya sea para intervenir en la Feria del Libro o participar en las coberturas periodísticas clásicas de 28 y 29 de julio para RPP.
En ambos casos era inevitable entrar en contacto con el patriotismo que durante estas fechas se manifiesta en las calles: banderas colgadas de cualquier manera en casas y edificios, cintas blanquirrojas vistiendo la fachada de escuelas y centros comerciales, símbolos nacionales regados en paneles publicitarios, y el fervor con que miles de peruanos conmemoran la independencia o, por lo menos, el relato dignificado que de ella consta en los libros de historia.
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2. En esas visitas de mitad de año, al reencontrarme con familiares y amigos (los que no habían salido de viaje aprovechando los feriados), después del primer cebiche y el segundo pisco, resultaba sencillo experimentar el sentimiento de pertenencia que uno cree diluido cuando vive en otra parte, pero que surge espontáneamente cuando regresas a la ciudad donde naciste e interactúas, siquiera por unos días, con el entorno y las personas que hasta hace relativamente poco constituían tu cotidianidad. El dicho es cier-to: uno se va del país, pero el país no se va de uno.
3. Este año todo será distinto. Y no me refiero a la suspensión del desfile militar o la cancelación de las tradiciones típicas de julio, sino al hecho de llegar a esta fecha de celebraciones sin tener absolutamente nada que celebrar. Porque además de llevarse a miles de compatriotas, la pandemia nos ha devuelto la verdad, despojándonos, primero, del disfraz de “país en vías de desarrollo” que absurdamente nos empeñábamos en vestir, y enseguida de la enorme venda que nos impedía aceptar los estragos de nuestra desnudez. El país que hoy tenemos es muy distinto del que creíamos tener hace tan solo un año. Y toca reconocer que estábamos orgullosos de ese país hecho de oropel, que despertaba la confianza de inversionistas a la par que alimentaba la desconfianza de las clases más castigadas. Ese país lo construimos juntos, codo a codo, durante décadas, con cada elección presidencial y congresal, sin ofrecer mucha pelea para que su suelo sea más parejo, sin sacrificar la armonía propia en pos de una más democrática. Lo construimos aceptando como normal el consumismo salvaje; criticando para la tribuna la gran corrupción pero mimetizándonos con la pequeña, la más venenosa; levantando la cabeza satisfechos cada vez que recibíamos elogios internacionales por nuestra estabilidad económica, pero ladeándola cuando flagelos como la desigualdad o la injusticia pugnaban por colarse en una agenda casi siempre atiborrada de novedades políticas y aquelarres empresariales. Erigimos juntos un monumental ídolo de barro que parecía muy sólido pero que ahora se derrumba sin misericordia, privándonos de libertad y de cierta idea de futuro.
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4. Si algo bueno hay que rescatar de este sinceramiento forzoso, de este repentino ejercicio de aceptar lo que somos y sobre todo lo que no somos, es que llegó a tiempo. Justo antes del bicentenario, ese gran evento para el que veníamos preparando nuestras mejores galas. El 2021 iba a ser la bochornosa fiesta dada por un millonario que no se había enterado todavía de que estaba en bancarrota. El Perú convertido ni más ni menos que en don Fernando Pasamano, ese personaje de Ribeyro que invierte toda su fortuna en organizar un opulento banquete para el presidente, a la espera de ser nombrado embajador, cargo al que nunca accede pues durante la madrugada, en la cúspide del festín, se produce –mala suerte– un golpe de Estado. El coronavirus es eso: un golpe de Estado dado por la realidad; una alerta oportuna para despertar de ese “sueño peruano” que, por fin lo sabemos, era una pesadilla maquillada.
5. Hoy a la lejanía se le suma el ansia, el no saber cuándo se podrá atravesar el océano, cruzar la frontera y regresar de visita con mínimas condiciones de seguridad. Solo queda sobrellevar la distancia, confiar en que nada (más) terrible ocurrirá mientras tanto y aprovechar estas fiestas pálidas para imaginar el mejor país posible. Uno seguramente contradictorio, problemático, pero nuestro. Un país propio, no extraño. Uno para defender, no para regalar. Uno real, nunca más inventado. //