Una enfermera acaba su jornada de trabajo. Quince horas seguidas. La jornada le deja la huella de la mascarilla en la cara y el triunfo de la muerte en el alma. Fue un día como otro: murieron cinco en su turno. El cansancio es un refugio que evita sufrir más. Con el poco tiempo de vigilia distendida que le queda prende el teléfono para ver que está pasando fuera de las paredes color verde Nilo del hospital. Y ve esto: la gente se está peleando por el cambio de nombre de una mazamorra en sobre.
Ojalá el absurdo le ayude a conciliar el sueño. Mientras ella descansa, el resto podríamos aprovechar para ordenar las ideas y así ser menos un estorbo. Nuestra tarea es de tal elemental simpleza, alejarnos de los demás, que podría resumirse en evitar ser un idiota.
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Ordenarnos supone entender algunas cosas que deberían ser claras pero que la tempestad de emociones personales confunde y, precisamente, desordena. Para empezar la mazamorra en sobre no es exactamente mazamorra. El negro es un color que paradójicamente refleja la ausencia de todos los colores. Y las palabras son solo herramientas, tal como lo es un martillo: se puede usar para construir una casa o se puede usar para partirle la cabeza a alguien.
Negrita: Su uso en diminutivo y en femenino puede ser perfectamente un término afectivo. Tal es la historia que cuentan los antiguos dueños de esa marca de postres: un señor le decía así a su esposa y en su honor, como muestra de amor, le puso ese apodo al dulce de maíz morada. Un gesto dulce.
Pero cuando esa referencia cariñosa es asociada a la imagen estereotipada de una mujer negra cuyo horizonte de vida remite a la servidumbre, el equívoco hace que lo dulce se vuelva amargo. Y eso que este es un caso amable al lado del de carbón Negrito: la imagen antropomórfica que lo acompaña es la caricatura de la imagen típica de un caníbal, en este caso con la lengua afuera en alusión a un apetito en crecimiento. No queda claro si está pensando en la parrilla o en el parrillero.
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Es razonable creer en la ausencia de mala intención en ambos casos. Solo un empresario suicida haría eso. Pero sí son el reflejo de taras culturales y códigos obsoletos que cargamos como puntos ciegos. Somos una nación diversa que recién está aprendiendo a celebrarse en sus diferencias, pero no podemos olvidar que estas fueron forjadas con sangre y cadenas. El chifa, delicia peruana, se la debemos a una colonia china traída con engaños para trabajar bajo esclavitud y cargar caca ajena, por citar un caso. Por eso Bolívar decía que el Perú es un país de oro y esclavos. Lo dijo hace más de 200 años.
La sindéresis, palabra esdrújula que se utiliza para referirse a la capacidad natural del buen juicio, se convierte en una virtud escasa en tiempos de apremio. Lo que hay que cambiar, además de la etiqueta de un postre, es un país. Uno que sepa ponerse en el pellejo ajeno. Que es algo que deberían hacer las clínicas privadas en estos momentos.
Pero ese país también debería saber discernir entre una verdadera reinvinidicación social y la política de siempre, la de la tribuna. Tal como le consta a 130 ex congresistas, el Presidente es un gran jugador de póquer. Lo triste es que la amenaza de expropiación de un gobierno que no puede manejar la salud pública es una admisión de incompetencia camuflada.
Debe ser que producto del confinamiento forzado la sensibilidad general se haya exacerbado. Pero diera la impresión de que a esta amplitud sensorial no necesariamente la acompaña un incremento proporcional de criterio. Sentimos más, pensamos menos.
Si así será la nueva normalidad pues ya la conocemos.