Al cuarto día en Tokio resulta razonable preguntarse cuanta buena educación uno puede asimilar. Las impecables buenas maneras japonesas empiezan por un respeto extraordinario al prójimo, su espacio privado y el derecho común a la tranquilidad. Qué lujo.
Esto supone una interminable sucesión de reverencias y cortesías hasta para las interacciones más nimias. Alcanzar un salero, por ejemplo, puede derivar en un breve y precioso ritual de solicitud y agradecimiento. En el Perú la gente ni siquiera te mira a los ojos cuando saluda. Si saludan.
El prodigio del arigato gozaimasu se contagia. Pronunciarlo se vuelve inevitable vínculo de sociabilidad civilizada, y hasta la más tosca peruanidad se rinde ante él. Es más, continúa curiosa hacia ese misterio de humildad y servicio que encierra la expresión sumimasen. Una suerte de pedir disculpas, pero no por un error sino por afán de servicio. Súmese a este aprendizaje el recrearse sonoramente en la dulce eufonía de kudasai, que no es otra cosa que ‘por favor’. Oído repetidamente y con delicadeza suena a poema.
Al cuarto día en Tokio resulta evidente que la visión japonesa del mundo está intrincada con su naturaleza insular, tanto geográfica como idiomática. Lo que da lugar al pensamiento circular y no evidente: cuando flamea la bandera, ¿se mueve la tela o se mueve el viento? ¿O es tu mente lo que se mueve?
El laberinto de ideogramas que nada concreto significan al extranjero transmite, sin embargo, una estética y coherencia propias que apaciguan y dan confianza. Aquí las personas hacen lo que se supone que tienen que hacer y las cosas funcionan como deberían de funcionar. Tremendo choque cultural. Se suaviza en los detalles de consideración y honor presentes por todos lados.
Entregar o recibir una tarjeta personal, el meishi, es una ceremonia que para Occidente es un descuidado trámite y potencial tráfico de influencias: el tarjetazo. Aquí la tarjeta se recibe con las dos manos, como todas las cosas, haciendo una reverencia y luego leyéndola con atención. No se dobla ni se guarda en un bolsillo trasero del pantalón. El simbolismo es grande. Tiene que ver con el shinto, religión nativa del Japón, donde cada objeto personal tiene algo de la persona que lo entrega*1 .
Al cuarto día en Tokio es preciso honrar la cultura nostálgica de la televisión en blanco y negro y los héroes japoneses que salvaban al mundo de la monstruosidad permanente de los kaijus, engendros posatómicos que tenían en Godzilla a su patriarca. Ultraman, superhéroe mitad estrella mitad humano de los años sesenta, tiene un pequeño altar en una tienda perdida en las galerías subterráneas de la Tokio Station, en el barrio de Chiyoda. El que lo busca lo encuentra.
Hace varias décadas atrás cada triste tarde limeña era rescatada por Ultraman desde el televisor. De paso salvaba Tokio. Una ceremonia pagana que la inocencia hacía religión. En el brevísimo espacio subterráneo dedicado al héroe nipón, el recuerdo y la gratitud se reencuentran. Mientras que los dependientes se asombran. ¿Qué puede significar para un gaijin —un extranjero— un ídolo vintage japonés? El idioma universal de la reverencia resuelve una traducción imposible.
Arigato, Ultraman. Defender una escenografía de cartón llevando un disfraz de neopreno siempre fue una causa perdida. De esas que en este y otros mundos solo los caballeros defienden.
1. Al cuarto día en Tokio queda claro que la usurpación de lo japonés que hiciera Alberto Fujimori en su irrupción política en los noventa fue un embuste étnico.