MARZO, 2017. No cualquiera recibe una mentada de madre del mejor futbolista del mundo. Lo sabe bien Sandro Ricci, quien no cobró una falta chilena. Y se lo dejó bien clarito Messi. (Foto: AFP)
MARZO, 2017. No cualquiera recibe una mentada de madre del mejor futbolista del mundo. Lo sabe bien Sandro Ricci, quien no cobró una falta chilena. Y se lo dejó bien clarito Messi. (Foto: AFP)
Julio Hevia

No deja de resultar paradójico que la persona a la que más aferrados estuvimos en nuestra remota infancia sea también aquella de la que, gradual y obligadamente, debamos apartarnos. Quizá a ello contribuya el hecho de que, atendiendo escabrosos requerimientos, el habla eleve la mentada de madre al plano de la ofensa por antonomasia, en tanto apunta a violentar la figura de un ser que aglutina virtudes concretas y atributos míticos. 

En el entorno nacional, reconozcámoslo, abundan los escenarios para ejercer una procacidad desenfrenada. Además del ámbito escolar y la tensión vehicular, está el estadio futbolero donde las licencias para el desfogue son tan evidentes como múltiples sus formas de actualizarse. Salvo beligerancias extremas, es difícil imaginar, en el espacio público, otros contextos donde las mentadas viajen a tal velocidad, como si replicaran de la tribuna a la cancha las idas y vueltas del balón. Según se sabe, tal vendaval verborreico, acompañado de pifias y clamores altisonantes, se va a desplegar, las más de las veces, sin que medie punición alguna o réplica disciplinar. El árbitro, el rival e incluso los integrantes del propio equipo van a ser los objetivos preferidos para esa obsesa invocación a las madres de cada cual.  

Aunque hay variantes de todo orden, un infaltable paraguas humorístico ha dado lugar al popular ‘chesu’, aligerando así la provocación genuina de la que proviene, e incluso al ya desterrado y lúdicamente minimalista ‘mai’. Teóricos de la comunicación sostienen que en diversas urbes los taxistas convierten tal insulto en norma, suerte de reflejo predecible en medio de una impaciencia requerida de pronta desactivación. Todo indica que más que el daño al otro, personal y malintencionado, hablamos de válvulas que se abren y cierran, sistema hidráulico harto usufructuado por variedad de colectivos involucrados en esas lides. Así pues, mal de machos, consuelo de tantos. 

¿Qué decir de ese equilibrista de la moral judeo-cristiana, que el ‘¡Puta madre!’ yergue? Freud habría acotado que todo término alberga, potencialmente al menos, valores opuestos, contrastes irreconciliables dotados de nuevos sentidos, absurdos en sus inicios y de amplia cobertura final. Así pues, al congregar la figura sacra de la progenitora y la más profana de la prostituta, el ‘puta madre’ libera expresiones del más variado talante: allí caben la cólera, el reproche y el lamento, la euforia y la alegría extremas.  

Digamos que la incesante troca de mentadas de madre le ha restado rigor y valor a la expresión; que la cantidad de veces con que tal animosidad fue vertida fue ablandando los arrestos agresivos que alguna vez tuvo ese verduguillo del verbo. En general se trata de considerar, racionalidad obliga, dónde, cuándo, con quién y ante quién nos sumergimos en tales fricciones. No olvidemos que, frecuentemente, la requintada de madre es, más que amenaza, pura defensa e incluso defensa disfrazada de amenaza. De ese trabajo a la boquilla o de la distancia de ese floro al acto violento puede haber saltos imperceptibles o brechas insalvables. En el extremo trágico hay gente que pierde la vida por reaccionar ante el opositor equivocado y también quienes no saben cómo sostener la escenificación del conato en el que se involucraron; por no hablar de las multitudes que, ansiosas y reactivas, se ‘conchamadrean’ al vuelo o de los sujetos que, tímidos y autocontrolados, suelen rumiar entre labios inadvertencias sentencias. 

Volvamos a la mamá, cuyo nombre se deriva, recordémoslo, del acto de amamantar. Una gran amiga solía decirme que el nuestro es un país mamista, cultura donde la progenitora se dota de carácter omnipresente, desagregándose por doquier en una serie de versiones y relevos. He allí las madres imaginarias que, sin solución de continuidad, emergen en las pantallas, siempre jóvenes, gráciles y nubecinas, realizándose entre detergentes que son todo magia y blancura; madres reales que se las ven solas ante una prole frecuentemente numerosa, mientras que el cónyuge brilla por su ausencia o deviene dedo acusador y abusador; madres del Día de la Madre, homenajeadas y reivindicadas a más no poder y a más no gastar, constituyéndose en el mejor pretexto para la desculpabilización familiar. 

Por encima o por debajo de ellas, eventualmente coincidiendo con algunos de los estereotipos destacados, están las madres-nuestras-de-cada-día, preocupadas o nerviosísimas, sobreprotectoras o distantes, madres-catapulta o madres-freno, que siempre quieren querer y se impacientan o lo soportan todo en el proceso. Defectos y excesos al margen, las madres suelen hacer mucho más de lo que los hijos devuelven o de lo que estos últimos afirman haber solicitado. Por eso y muchas cosas más –al igual que en la canción navideña– vale la pena recordar, contra todo pronóstico, que cuando un gran amigo nos saluda requintándonos la madre o llamándonos la atención de ese modo, también homenajea nuestro lugar de origen y al sitial que nos cobijara. 

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